En el artículo anterior relaté la historia de Fleming y el Penicillium Notatum, pero esta historia no estaría completa de ningún modo si no narrara a continuación la del medicamento, la penicilina.
Con la llegada de Hitler al poder el bioquímico alemán de origen judío Ernst Chain huyó al Reino Unido a donde llegó con el equivalente a 10 libras en el bolsillo.
Tras un corto trabajo en Londres y un periodo en Cambridge, se incorporó a un equipo de investigación de la Universidad de Oxford, dirigido por el patólogo australiano Howard Florey.
Howard Walter Florey. Imagen de los Archivos de la Universidad Nacional de Australia.
En 1938, Florey y su equipo investigaban sustancias antibacterianas y, tras leer el poco alentador artículo de Fleming, trabajaron con el Penicillium. Aunque habían obtenido resultados prometedores (consiguieron que ratones infectados con diversas bacterias se curaran tras inyectarles una versión primitiva de la penicilina), necesitaban más equipo y medios.
Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial en 1939, los alemanes contaban con muchas ventajas estratégicas sobre los aliados. Una de estas era el Prontosil, un medicamento basado en las sulfamidas, desarrollado por los laboratorios Bayer, y que fue la primera droga sintética eficaz en el tratamiento de las infecciones bacterianas.
Mientras tanto, Florey había presentado su proyecto a la farmacéutica británica Wellcome, que rechazó la idea al considerar estos estudios como “ciencia básica” y al tener todos sus medios de producción masiva comprometidos en la generación de fármacos fiables para el uso de las tropas. Aun así, el equipo siguió trabajando en el laboratorio de Oxford para conseguir su fabricación estable.
Su método de obtención de penicilina era muy ineficiente, por lo que tuvieron que convertir prácticamente todo el centro de investigación del Hospital Universitario St. Mary’s de Londres en un taller de cultivo del Penicillium, llenando todas las estancias de poblaciones del hongo en palanganas. Cualquier recurso disponible lo dedicaban a su destilado.
Por fin en 1941 consiguieron una cantidad apreciable de penicilina y probaron su efectividad en un agente de policía de Londres, que estaba desahuciado debido a una infección generalizada producida por un corte durante un bombardeo (al parecer, la famosa historia de que se había pinchado con una rosa, no es cierta). Una de las cosas que observaron fue la facilidad con la que el cuerpo humano eliminaba la penicilina por la orina. Florey dijo que era como “tratar de llenar una bañera sin tapón”.
El enfermo mejoró notablemente; sin embargo falleció a los pocos días, cuando se agotó toda la penicilina disponible (a pesar de recuperar buena parte de ella extrayéndola de la orina del enfermo). En total solo le habían suministrado al paciente 4,4 gramos, que habían necesitado muchos meses de cultivo y destilación.
Florey, ante la escasa atención prestada por las empresas farmacéuticas y el gobierno del país, presentó su proyecto a la Fundación Rockefeller, que le consiguió un billete de avión para él y su ayudante Norman Heatley y un programa de entrevistas en EE.UU.El Departamento de Agricultura tenía un gran laboratorio dedicado a fermentaciones en Peoria (Illinois) y allí quedó su ayudante Heatley para desarrollar el cultivo. Fue en este lugar donde se consiguió identificar la mejor cepa para la crianza del hongo y mejorar los métodos de producción, incluyendo el crecimiento sumergido y la adición de alcohol de maíz a la mezcla.
Mientras Heatley trabajaba en la “fábrica experimental” de Illinois, Florey visitó las principales empresas farmacéuticas del país. Estas también rechazaron el proyecto del cultivo masivo del hongo por cuestiones de patente (tenían miedo de que tras su inversión, alguien identificara y patentara la fórmula química de la penicilina dejándoles sin negocio).
En esas estaban Florey y su equipo, cuando a los japoneses se les ocurrióatacar Pearl Harbor. En diciembre de 1941 los americanos entraron en guerra y las cosas se precipitaron: la producción a gran escala de la penicilina se convirtió en objetivo militar, por lo que el gobierno norteamericano garantizó la protección a las empresas fabricantes ante futuras patentes.
El sistema de obtención de la penicilina mejoró notablemente a lo largo de la guerra y se convirtió en el mejor remedio contra las bacterias, así como en la base de una línea de investigación farmacéutica y producción de antibióticos que ha traído grandes beneficios a la Humanidad desde entonces.
Fleming descubrió el efecto del hongo, pero no fue capaz de identificar la sustancia a la que llamó penicilina. Los que lo lograron y además resolvieron los problemas iniciales para la producción del fármaco, mediante métodos modernos de investigación en grupo y técnicas novedosas de fabricación, fueron Howard Florey y su equipo: Ernst Boris Chain, Norman Heatley, y las olvidadas Ethel Florey, Jane Orr-Ewing y Margaret Jennings.
Ya comenté en el artículo anterior que a Fleming, Florey y Chain les reconocieron con el Nobel de Medicina en el año 1945 y que cualquiera de ellos (y quizá también Ethel Florey) fue fundamental en la consecución de la Penicilina. Entonces, ¿por qué solo Fleming es famoso? ¿por qué creemos que Fleming lo hizo todo, desde el descubrimiento del hongo hasta la elaboración del medicamento cuando ni siquiera fue el primero en descubrir las propiedades bactericidas del Penicillium?
Pues por una razón sencilla. Cuando tras la guerra se hizo público el descubrimiento, Florey decidió marcar distancia con la prensa para poder seguir investigando. La patóloga inglesa Mary Barber descubrió unas cepas de bacterias que habían adquirido la resistencia a la penicilina, y Florey se alistó para luchar en una nueva guerra contra estos microorganismos, una contienda que aun hoy sigue librándose. Por el contrario, Fleming, en aquella época ya prácticamente jubilado, atendió solícito a la prensa todas las veces que se le pidió. Los periodistas no se complicaron la vida: tenían una historia, un personaje, una supuesta casualidad... y crearon una leyenda y un santo laico.
Una vez más constatamos que la realidad no se puede reconstruir a partir de la información de los periódicos.