En el siglo X, la brújula llegó de China a Europa desde la India a través del Océano Índico, pasando seguramente por Egipto. Se trataba de un instrumento muy fácil de usar, ya que bastaba colocarla en un lugar horizontal, lo más inmóvil posible, y esperar a que la aguja se estabilizara para señalar la dirección que quisiéramos tomar, solo observando el ángulo formado por esa ruta y el norte, y no necesitaba para su uso de estudios ni cálculos. Era un instrumento muy versátil, pues no dependía de la hora del día, ni de la luz, ya que se podía usar en tiempo soleado o nublado, de día y de noche, era transportable y ligero.
En aquella época la navegación constituía la base del comercio occidental, las rutas mediterráneas transportaban especias, semillas, lana, lino, sedas, cereales, café de Egipto, joyas, armas, personas, libros, ideas, innovaciones, virus… conectando las rutas de Asia con las rutas europeas marítimas, fluviales y terrestres.
El uso de la brújula se extendió por el Mediterráneo, dando lugar a dos grandes efectos sobre la cartografía de la época. El primero fue la orientación de los mapas. Antes de su aceptación en occidente, los mapas se alineaban con el sur, porque el astro rey era el instrumento de orientación diurno y el sur es la posición central del movimiento aparente del Sol en el hemisferio boreal (en el austral los mapas lo hacían al norte). Tras la adopción de la brújula, los mapas comenzaron a alinearse con el norte, como consecuencia directa del cambio de la técnica básica de orientación.
El segundo efecto fue la evolución de los propios mapas. En el Mediterráneo los navegantes aprendieron rápidamente a desplazarse de un puerto a otro siguiendo una dirección específica de la brújula. Así, los navegantes de Alejandría sabían que para llegar a Atenas debían tomar dirección 40 grados noroeste, mientras que para dirigirse a Beirut deberían tomar 60 grados noreste. Los cartógrafos fueron acumulando todos estos datos y los representaron en un nuevo tipo de mapa, el portulano. Un mapa en el que figuraban nodos de direcciones, usualmente divididos en 16 rumbos básicos. De este modo era sencillo determinar las rutas para llegar a cada puerto del Mediterráneo reproducido en la carta. El resultado, un hermosísimo tejido de rumbos que interconectan nodos con los que se hacía posible trazar rutas más precisas entre las costas del Mare Nostrum. Estas cartas comenzaron a elaborarse en Génova a finales del siglo XIII y muy profusamente en Venecia y en la isla de Mallorca.
Carta Pisana (último cuarto del siglo XIII). Se trata de la carta portulana más antigua que se conserva; aunque, hay referencias de otras anteriores.
La cartografía de los portulanos no representa correctamente las direcciones, pero sí las distancias, ya que no tenía en cuenta la esfericidad de la Tierra. De este modo, al tomar con la brújula un rumbo fijo no llegamos exactamente al punto marcado en la línea recta de la carta náutica. Esto no era un problema importante en el espacio limitado, en dirección norte-sur, del mar Mediterráneo; pero cuando la navegación se hizo atlántica (hacia el sur los portugueses, y hacia el oeste y sur de América los españoles), el asunto se convirtió en una cuestión trascendente.
El problema no será resuelto nunca, pues cualquier proyección de una esfera en un plano tiene que comprometer algún factor para preservar otro. En 1569, Gerardus Mercator (1512-1594) definirá las cartas que llevan su nombre, que permitirán trazar en el mapa las rutas de rumbo constante como líneas rectas que cortan los meridianos siempre con el mismo ángulo, es una representación útil para las latitudes bajas; aunque presenta una deformación importante de las distancias en las altas latitudes del planeta.
Pero antes de que Mercator finiquite lentamente los portulanos, existió en Mallorca entre los siglos XIV y XV un gremio de bruxolers (fabricantes de brújulas), pioneros junto a los venecianos en la confección de portulanos. Estuvo formado por varias familias (Cresques, Soler, Viladestes, Valseca… y otros cartógrafos anónimos) que, además de muchas diferencias estilísticas, presentan una cartografía de uso náutico con numerosas referencias tierra adentro, contrastando con la sobriedad italiana que solo reseña las costas.
El mejor linaje de cartógrafos de todo el Mediterráneo lo representó una familia de la que el primer exponente de renombre fue Cresques Abraham (durante mucho tiempo erróneamente identificado como Abraham Cresques)1 conocido por la belleza y precisión de sus portulanos de los que se conservan varios registros y varios mapas atribuidos. A este, y a su hijo Yehuda Cresques, afamados artesanos (artistas y técnicos a la vez), se atribuye el llamado Atlas Catalán, un maravilloso mapa del mundo conocido en su tiempo, una joya que regaló el infante Juan, hijo del rey Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso, al nuevo rey Carlos VI de Francia, quien subió al trono con 11 años en 1380, conservado hoy en día como una de las perlas de la Biblioteca Nacional de Francia y considerado el culmen de la confección de portulanos no suntuarios.
Se trata de un documento, datado aproximadamente en 1375, formado por 6 hojas dobladas, de 3 m de largo por 65 cm de alto, que incluye varios calendarios, datos astronómicos y astrológicos, y un mapa que abarcaba todo el conocimiento geográfico del momento, en cuyas páginas se muestran las tierras que van desde las Islas Canarias hasta Japón y desde Islandia hasta el sur de Guinea Bisáu, un mapamundi con representación de sus gentes, reyes, animales, plantas... una enciclopedia geográfica, o bien, un atlas.
Atlas Catalán
En el año 1453 los turcos conquistaron Constantinopla. El resultado geopolítico, como diríamos hoy, fue la caída del Imperio Romano Oriental y sus efectos aún se notan en la actualidad. La economía europea dio un vuelco, afectando principalmente a los objetos de lujo. Las especias, seda, maderas preciosas, joyas, porcelana… dejaron de llegar fácilmente y el monopolio musulmán encareció enormemente los precios. Muchos negocios cerraron y otros muchos tuvieron que adaptarse a la nueva situación y a las nuevas oportunidades, como ha ocurrido siempre y ocurrirá en todas las crisis económicas.
Había que encontrar una nueva ruta a la India y China. Los cartógrafos de la época pueden clasificarse ingenuamente en dos categorías: los que creían que se podía bordear el continente africano por el sur (la mayoría pragmática) y los que pensaban que se podía alcanzar Asia por el oeste, atravesando el Atlántico (la minoría iluminada).
A la corriente de cartógrafos que creían en el paso sur del África pertenecía Enrique el Navegante, aquel príncipe portugués que, al no ser el heredero de la corona, decidió dedicar su vida a la investigación geográfica persiguiendo el paso meridional a la India.
Los éxitos de los portugueses son indiscutibles, Bartolomé Díaz dobló el cabo de Buena Esperanza en el año 1488 y Vasco de Gama llegó a la India en 1498. Hitos colosales de la exploración mundial, solo comparables al viaje de Colon en 1492, a la Circunnavegación de Magallanes-El Cano en 1522 y al viaje del Apolo 11 a la Luna en 1969, ya que se trataba de viajes por sendas desconocidas, a través de las que se avanzó mediante un programa establecido que fue progresando con muchísimo riesgo y pérdida de vidas humanas.
Muchos fueron los avances científico-técnicos de los portugueses: las carabelas, la determinación de la latitud en alta mar, la ruta atlántica alejada de la costa, el descubrimiento del río Congo… tantas y tantas cosas que dejan pálidos a muchos afamados exploradores posteriores.
Enrique el Navegante asentó su centro de operaciones en el sur de Portugal, en el pueblo de Sagres, en el Algarve, desde el que dirigía las expediciones que poco a poco avanzaban en la costa africana, mientras acumulaba datos cartográficos y rutas. Al igual que en nuestro tiempo, la información es poder, y para su recolección, interpretación, tratamiento e integración creó en ese lugar un centro institucional de conocimiento, pionero de los modernos centros de investigación actuales.
Para la dirección técnica de aquel centro, Enrique mandó venir de la isla de Mallorca un maestro Jacome, artesano muy docto en el arte de navegar, que fabricaba instrumentos náuticos, y que costó mucho traer a este reino para enseñar su ciencia a los oficiales portugueses de aquel arte,2 posiblemente judío y converso al cristianismo, que coordinó la acumulación de datos procedentes de medio globo.
Estas familias judeoespañolas de la isla balear prendieron una chispa en la oscuridad de la cartografía mundial. Su trabajo de pioneros en la confección de portulanos, la ejecución de la cumbre de ellos, uno de los primeros atlas, y la coordinación de la cartografía de la Escuela de Sagres (antecedente de la organización cartográfica de la Casa de la Contratación de Sevilla), protagonizó un destello de dos siglos de la Ciencia aragonesa y española en el mundo.