Los relojes mecánicos representan el inicio de la tecnología moderna, ya que reúnen en su concepción todos los sistemas básicos de la mecánica técnica anterior, y en el trascurso del desarrollo de la relojería se materializaron innovaciones que están en el origen de los automatismos, los instrumentos de precisión y las máquinas de todo tipo que pueblan nuestra civilización actual. Basta con abrir la caja de un reloj mecánico para quedar fascinado por la complejidad del sistema y la exactitud del diseño y construcción de las piezas.
El primer reloj mecánico del que tenemos noticia aparece en el siglo XI, no podía ser otro que un Horologia excitatoria —un reloj despertador—, un mecanismo automático que permitía al monje, que tenía que tañer las campanas a primera hora del día en un convento de Francia para exhortar a sus compañeros a practicar sus primeras oraciones, dormir mientras el artefacto trabajaba por él. Consistía en un sistema de pesas que tocaba una campanilla transcurrida una cantidad de horas (las que duraba la noche según la estación de la año). Este sistema sustituía a los relojes de arena que había que voltear cada hora (podemos imaginar fácilmente a nuestro monje quedándose dormido y perdiendo la cuenta), o suplía a las clepsidras, relojes de agua, bastante infrecuentes en Occidente.
Pronto los relojes mecánicos se fueron instalando en lugares públicos, rigiendo los tiempos religiosos y sociales del lugar (monasterio o ciudad), y poco a poco fueron sufriendo una transfiguración, desde una máquina que daba las campanadas para la oración, en una máquina que representaba el trabajo, la exactitud, la burguesía y el laicismo. Obsérvese, cómo en todo occidente los relojes públicos se hayan en las torres de las iglesias principales, los más antiguos, y en las fachadas de los ayuntamientos, los más modernos.
En la España del siglo XVIII, la Corona estaba convencida de que, en ausencia de una industria relojera autóctona, el país no conseguiría despegar tecnológicamente. Por esta razón, los primeros Borbones, tanto Felipe V, como Fernando VI, Carlos III y Carlos IV, buscaron cómo favorecer esta industria directamente a través de las instituciones y presupuestos oficiales, e indirectamente a través de las Sociedades de Amigos del País.
La Sigüenza del siglo XVIII fue cuna de varios relojeros como Antonio Gutiérrez, Manuel Tomás Gutiérrez, Teodoro Lorente o Pedro Pastrana; sin embargo, y a pesar de la bonanza económica que vivió la ciudad en esa época, no se llegó a desarrollar una industria relojera en la ciudad, ya que, como apunta Antonio Manuel Moral Roncal, la burguesía local no era muy aficionada a los relojes y, a lo más, el entorno económico solo permitió la existencia de talleres artesanos atendidos por su maestro, algún posible oficial y aprendices.
De entre todos ellos sobresalió Manuel Tomás Gutiérrez del que sabemos su procedencia, ya que firmó, como seguntino, la obra maestra de la relojería española de ese siglo, aunque conocemos poco de su vida. Creemos que nació alrededor de 1740 y se ha podido comprobar que estudió en el Seminario Conciliar de Sigüenza, entonces en la calle del Seminario, y entendemos que de joven participaba en el cuidado del reloj de la Catedral, seguramente como aprendiz de alguno de los relojeros de la localidad.
Por aquel entonces, entre 1751 y 1754, Francisco de Lorenzana y Butrón (1722-1804) quien andando el tiempo será el importante e ilustrado Cardenal Lorenzana, ostentaba el título por oposición de canónigo doctoral o colegial —el canónigo que asesora al Cabildo en las cuestiones legales— en la Catedral de Sigüenza. Ya fuera por su puesto en el Cabildo y la relación de Manuel Tomás con el reloj de la catedral, ya fuera porque quizá el erudito Lorenzana dictara clases en el seminario, Gutiérrez y el canónigo establecieron una buena relación, que será, como veremos más adelante, beneficiosa para nuestro relojero.1
El adolescente Manuel Tomás dejó sus quehaceres seguntinos para buscar en Madrid las innovaciones y los últimos adelantos de la relojería. Allí fue aprendiz del alcarreño Diego Rostriaga (1713-1783) para el que trabajó varios años. Gutiérrez siempre presumió de haber aprendido relojería en España sin necesitar viajar al extranjero ni disponer de maestros foráneos.
Desde el año 1770 hasta el 1780, Manuel Tomás Gutiérrez fue Relojero de Cámara del infante Luis Antonio de Borbón y Farnesio (1727-1785), hijo de Felipe V y de su segunda esposa, Isabel de Farnesio, y hermano menor de Carlos III. Este infante fue un príncipe ilustrado y mecenas de grandes figuras, que transitó por una vida extraordinaria.
Como los hermanastros y hermanos mayores del infante copaban los distintos tronos a los que tenía acceso por herencia su padre —la corona de España— y su madre (heredera de los Farnesio y de los Medici) —el Reino de las Dos Sicilias y el Ducado de Parma—, hubo de ser destinado a la carrera eclesiástica, siendo nombrado cardenal a los 8 años, con la intención familiar de que se convirtiera en Arzobispo de Toledo y Primado de España. Sin embargo, cuando alcanzó la edad de 27 años, renunció a todos sus títulos eclesiásticos, ya que no sentía la vocación religiosa y deseaba casarse. Pero su hermano Carlos III le vetaba todos los posibles enlaces con princesas de la nobleza europea por miedo a que disputara la corona al Príncipe de Asturias, el que será Carlos IV. Al final ocurrió lo que tenía que ocurrir con un Borbón: Luis Antonio tuvo consecutivas relaciones con muchachas del pueblo, con las que tuvo al menos dos hijos, por lo que su hermano, para evitar el escándalo, accedió a su matrimonio morganático con la joven aristócrata María Teresa de Vallabriga y Rozas (1759-1820), lo que significaba la pérdida de cualquier derecho sucesorio para él y sus descendientes.
Luis Antonio disponía de un peculio propio por la compensación que le dio la iglesia por renunciar al Arzobispado de Toledo, por ser titular de numerosas encomiendas de todas las Órdenes Militares-Religiosas españolas y otras prebendas, de modo que, con su dinero privado, compró el Condado de Chinchón y el Señorío de Boadilla, a los que sumó otros terrenos de particulares y congregaciones religiosas en Boadilla del Monte y Pozuelo de Alarcón.
En Boadilla encargó a Ventura Rodríguez (1717-1785) la construcción de un palacio neoclásico. Ventura Rodríguez, uno de los grandes arquitectos de la historia de España, edificó el magnífico palacio entre 1763 y 1765. Diré, aunque solo sea de pasada, que Ventura Rodríguez es autor, entre muchas otras importantes obras, del Sanatorio de Trillo y de la Cárcel de Brihuega.
En la pequeña corte ilustrada en Boadilla —y después en Arenas de San Pedro—, Luis Antonio congregó a compositores como Luigi Boccherini (quien escribió en ese palacio madrileño, entre los años 1771 y 1772, su famoso Minueto); violinistas como Francisco Landini y José Bonfanti; pintores como Francesco Sasso, Jacinto Gómez Pastor, Manuel de la Cruz, Antonio Giovanni Barbazza, Charles Joseph Flipart, Luis Paret y Alcázar, Antonio Ponz Piquer (pintor, historiador y autor de un famoso libro de viajes), Francisco de Goya o las pintoras Ana María Mengs y Francisca Menéndez; escultores, médicos, cirujanos, sastres, arcabuceros (para el cuidado de sus armas de caza), cerrajeros… y relojeros como Manuel Tomás Gutierrez.
En el mismo palacio de Boadilla, Luis Antonio reunió un Gabinete de Historia Natural, colecciones de insectos y de minerales, una jaula de aves (la única histórica que se conserva en España)… instrumentos científicos como microscopios, telescopios, cámaras oscuras y relojes, ya que, al igual que su sobrino Carlos IV, era un gran aficionado a la relojería y dedicaba horas a la limpieza y reparación de sus ejemplares.
La boda con María Teresa de Vallabriga en el año 1776 le supuso abandonar los sitios reales y fue obligado a renunciar a su pequeña corte. Después de varios destinos recaló en el palacio de Mosquera de Arenas de San Pedro, abandonando sus posesiones en Boadilla del Monte.
Como Relojero de Cámara del infante y bajo su patrocinio económico, Manuel Tomás Gutiérrez construyó varios relojes. Un reloj de faltriquera —de bolsillo— en acero calado que construyó ex profeso para el infante Luis Antonio. Se trataba de un reloj de los llamados esqueleto (es decir, con la caja calada con la finalidad de que se pueda apreciar la maquinaria), y con una maquinaria novedosa para la época y tamaño, ya que en vez de piñones tenía “linternas” (rueda formada por dos discos concéntricos paralelos, con sus perímetros unidos por barras cilíndricas), con una cadena ricamente ornamentada en oro y tres candados funcionales de tamaño de unos 5 mm; además, contaba con un diseño secreto que dificultaba su desmontaje. Desgraciadamente, este curioso reloj se encuentra en paradero desconocido. También se tienen noticias de un segundo reloj de bolsillo igual a este que construyó para Carlos III.
Además de estos relojes de bolsillo, Manuel Tomás construyó un reloj de mesa en acero pulido, bronce y cristal, también reloj esqueleto con un solo tren de marcha, y un segundo mecanismo para la sonería. Del mismo modo que los de bolsillo de este diseño también se hicieron dos copias, una para el infante y otra igual para el rey Carlos IV. El paradero del primero se perdió en Londres cuando un coleccionista particular trató de venderlo. El destinado al rey se conserva como una de las joyas del Palacio Real.
La construcción en la modalidad reloj esqueleto no hacía sino mostrar la fascinación de su autor por la maquinaria interna, frente a las cajas cerradas adornadas con ricas decoraciones que ocultaban la innovación técnica y la dificultad de su ejecución. Esta modalidad de diseño con las cajas caladas y los motores a la vista se convirtió en la seña de identidad de nuestro ilustre relojero. Para más dificultad, Manuel Tomás Gutierrez no solo diseñaba y montaba los relojes, sino que construía las piezas y las herramientas para su fabricación, una de estas últimas se encuentra en el Science Museum de Londres.
En esa época Manuel Tomás Gutiérrez sustituyó a su maestro Rostriaga como maquinista (constructor de instrumentos científicos) del Gabinete de Máquinas del Real Seminario de Nobles de Madrid, creado en 1725, dirigido por Jorge Juan (1713-1773) y adscrito al Colegio Imperial (uno de los pocos reductos científicos que mantuvo España en los siglos XVII y XVIII).
En 1774, y gracias al apoyo del infante Luis Antonio de Borbón, nuestro relojero fue nombrado arcabucero en la Real Ballestería, lo que significó su entrada en la Casa Real.
En el próximo artículo, contaremos las andanzas de este relojero seguntino, considerado el mejor de la historia de la relojería española.
1 En varios artículos académicos sobre Manuel Tomás Gutiérrez se fundamenta esta amistad en que ambos fueran condiscípulos en el Seminario de Sigüenza, lo que no es posible, ya que Lorenzana era una veintena de años mayor que Gutiérrez y estudió en León, El Bierzo, Burgo de Osma, Valladolid, Salamanca y Oviedo. En la época en que Gutiérrez era alumno del seminario seguntino, Lorenzana era canónigo doctoral, o colegial, del Cabildo de la Catedral de Sigüenza. La palabra, “colegial”, es la que parece que ha despistado a los historiadores que la podrían haber tomado por sinónimo de “alumno”. [Nota del autor].