Tendría yo unos nueve o diez años cuando se presentó un sábado de verano en nuestra casa de Sigüenza un amigo de mi padre gran aficionado a la paleontología que, acompañado de dos de sus hijos y otro joven amigo de ellos, se disponía a pasar el domingo en la zona de Maranchón recogiendo fósiles. Como mi madre sabía que me gustaban las piedras, propuso que me uniera a la excursión, a lo que el amigo de mi padre accedió gustoso.
Aquel domingo de agosto seguntino amaneció fresco pero radiante y, tras un rápido desayuno, partimos en un coche americano muy grande. Llegamos a Maranchón y tomamos una carretera local por la que desembocamos en un camino junto a unos pedregales. En tal paraje detuvimos el coche y salimos todos con nuestras bolsas dispuestos a llenarlas de conchas y caracoles petrificados.
Después de una buena batida en la que encontramos varios ejemplares, el amigo de mi padre y el mayor de sus hijos se fueron a investigar un roquedal próximo. Los más jóvenes y yo seguimos buscando en la zona baja.
Ya al mediodía, volvimos a subir a aquel coche grande como un barco y regresamos a casa a la hora tardía de las comidas veraniegas. Durante la sobremesa, el amigo de mi padre exhibió un raro ejemplar que había encontrado en su incursión al roquedal y declaró que solo ese fósil había valido por toda la excursión. Yo no sabía clasificar el espécimen en ninguno de los pocos grupos que conocía; sin embargo, estaba tan contento como él, pues había vuelto con un buen número de fósiles (que hoy califico de corrientes), pero que eran una auténtica novedad en mi colección y de los que todavía conservo una buena cantidad.
En aquella temprana época de mi vida aún no sabía de la importancia paleontológica del Señorío de Molina, desde Maranchón a la provincia de Teruel, ni del significado para la historia de la Ciencia española que representa, pues fue en esos páramos donde el franciscano granadino José Torrubia (1698-1761) encontró algunos de los fósiles y de las estructuras geológicas que le sirvieron para evidenciar las teorías modernas que defendía.
Torrubia pasó una larga temporada en la primavera y el verano de 1753 en el monasterio franciscano de Molina de Aragón y desde ese cenobio hizo observaciones y recolección de ejemplares de fósiles, geodas, cristalizaciones… por los pueblos cercanos y allí mismo dio forma al primer libro científico sobre fósiles escrito por un español y también el primero que contiene ilustraciones de tales hallazgos: el Aparato para la Historia Natural Española (Madrid, 1754).
Real Señorío de Molina (1138-1813). Imagen: Wikipedia.
Para percibir cuáles fueron sus aportaciones necesitamos conocer las teorías en que se sustentaban las Ciencias Naturales de la época. La tradición griega y romana (Dioscórides, Teofrasto, Plinio) en la Historia Natural, como se llamaban en el siglo XVI a las ciencias de la naturaleza, había dejado una clasificación acabada de los animales y las plantas. No nos puede extrañar que el descubrimiento para la Ciencia de la flora y la fauna americana trastocara ese cosmos cerrado y tampoco debería sorprendernos (pues para muchos es primicia) que fueran los exploradores y científicos españoles los que durante el siglo XVI y las primeras décadas del XVII introdujeran novedades y conflictos teóricos en ese mundo perfecto.
La vieja Europa no fue capaz de asimilar tanta distorsión de sus paradigmas teóricos y su primera reacción fue la de clasificar a la fauna y la flora americana como una naturaleza “degenerada” por el clima y considerarlos inferiores a los del Viejo Mundo; lo que permitía preservar sus clasificaciones heredadas y descalificar lo que no entraba en sus esquemas mentales. Fueron los cronistas y científicos hispanos de un lado y otro del Atlántico, Pedro Mártir de Anglería, Gonzalo Fernández de Oviedo, Nicolás Monardes, Francisco Hernández, José de Acosta, Juan de Cárdenas, Antonio de Ulloa, Félix de Azara… por citar a los más grandes, los que aportaron, no solo las observaciones y descripciones de un número infinito de animales, plantas y minerales, sino también las nuevas clasificaciones (muchas basadas en tradiciones indígenas) que construyeron una nueva visión de la zoología, la botánica y la mineralogía.
En este contexto, es imprescindible remarcar que las obras de los autores hispanos disfrutaron de una importante difusión en el resto de Europa, mediante traducciones al latín, francés, inglés, italiano, alemán, neerlandés… a lo largo de tres siglos en múltiples ediciones, reediciones, citas… y, por supuesto, plagios.
Las diferencias de la fauna y la flora americanas respecto de las europeas hacía pensar, a quien estuviera dispuesto a aceptarlas en pie de igualdad a las del viejo continente, en una adaptación de la vida al medio. Sin las aportaciones y los avances teóricos hispanos no habría podido existir un Charles Darwin (1809-1882). Si alguien piensa que exagero solo le haré notar un dato: Félix de Azara es el autor más citado en las obras del revolucionario sabio británico.
En lo que hace a la paleontología moderna, la gran cantidad y calidad de los mamíferos fósiles de América encarnó la base sobre la que se construyó esta nueva ciencia. América supuso la reedición de las teorías de los gigantes antiguos. Los grandes huesos fósiles encontrados en México, Perú, Bolivia… proporcionaron un nuevo escenario a la teoría que sostenía que en el viejo mundo coexistió antaño con los humanos primitivos una raza de gigantes. No fue hasta el siglo XVIII en que los naturalistas comenzaron a identificar tales huesos como pertenecientes a especies extintas parecidas a elefantes, roedores de grandes dimensiones o felinos inmensos, y a mostrar que la relación entre huesos grandes y humanos gigantes solo se podía encontrar en las leyendas, los relatos antiguos de uno y otro lado del Atlántico y los cuentos infantiles. Por otro lado, la aparición en las montañas de conchas fosilizadas no hizo sino reforzar la creencia de la universalidad del Diluvio.
Estas teorías rivalizaban con otras que defendían que las “piedras figuradas” —aquellas que representaban figuras— eran formaciones minerales naturales, fruto del azar, que nada tenían que ver con animales o plantas anteriores. En la categoría de “piedras figuradas” se englobaban, además de lo que hoy distinguimos como fósiles, las cristalizaciones, geodas, estalactitas, piritas… aunque en la actualidad sabemos que solo las últimas son efectivamente de origen mineral natural.
En ese ambiente cultural y científico nació en Granada en 1698 José Torrubia, quien profesó en la orden de San Francisco con solo 15 años, recibiendo una educación superior al reconocer su inteligencia e interés científico. Pronto, en 1721, fue enviado a Filipinas donde ejerció como comisario-visitador y predicador, lo que le permitió viajar por una profusa cantidad de localidades de las islas mayores del archipiélago filipino, Luzón y Mindanao. Durante sus labores de prédica o visita hace observaciones etnográficas y sociales, estudia las lenguas de los indígenas, observa la expansión del Islam en Filipinas, examina el terreno y reúne minerales y fósiles. De vuelta a su convento analiza, anota y dibuja lo que había recogido. En estas observaciones utilizó una técnica moderna que no se generalizaría entre los científicos europeos hasta cien años después: examina los detalles de las muestras bajo un primitivo microscopio, con el que desnuda las estructuras de las cristalizaciones y los fósiles.
En ese puesto estuvo hasta 1733, cuando fue nombrado custodio y procurador general para las Cortes franciscanas de Roma y Madrid, y como tal, aquel verano emprendió viaje desde Manila con destino a la capital de España para asistir a una reunión del Capítulo General de la Orden y alistar una nueva remesa de misioneros peninsulares para Filipinas. Por la ruta del tornaviaje del Océano Pacífico, descubierta por Andrés de Urdaneta (1508 c.-1768), llegó a Acapulco, de allí a la ciudad de México y posteriormente a Veracruz donde embarcó en diciembre de 1734 rumbo a Cádiz. En todos estos lugares examinó y recolectó minerales y fósiles, tomando notas y haciendo dibujos de todo lo que observaba.
El navío en el que embarcó, el San Prudencio, naufragó; no obstante lograron alcanzar las costas de Campeche, desde donde Torrubia se dirigió a La Habana, puerto al que llegó en enero de 1735. Desde la Perla del Caribe pudo al fin alcanzar en julio de ese mismo año la península metropolitana atracando en la Tacita de Plata.
Ya en la península, mientras seguía su labor de estudio de la Historia Natural de todos los lugares por los que pasaba, fue acusado por alguno de sus compañeros de gastar el dinero de la orden en imprimir libros y en proporcionarles una dote a sus hermanas en Granada para sus matrimonios. Torrubia hubo de dar explicaciones y fue absuelto de las acusaciones.
En el año de 1735 se había fundado la Academia de Historia Natural de Madrid y esta institución contó con José Torrubia como uno de sus primeros socios numerarios.
Tras diez años en la península es nombrado provincial de la orden franciscana en el Virreinato de Nueva España. Su labor directiva le lleva a Guatemala, Campeche, Honduras, golfo de México, río Mississippi… lugares en los que no pierde la oportunidad de estudiar fenómenos naturales, minerales y fósiles. Pero mientras él se encuentra entre selvas y montañas, otro excompañero de Filipinas que regresó por esos años a la Península le acusó de desfalco, malgastar los caudales de la obra y de abandono de sus obligaciones misioneras, llegándole la instrucción de dirigirse a Filipinas para responder a las acusaciones. Torrubia comprende que precisa responder donde se le acusa y decide, contraviniendo la orden recibida, dirigirse a la Península. Llegado a La Habana, el virrey le manda detener por desobedecer la orden de dirigirse a Filipinas y le hace pasar varios meses encerrado en la fortaleza del Morro.
A la metrópoli llega en 1749, donde de nuevo es exonerado de las acusaciones. Una vez libre de toda sospecha, emprende un viaje por Europa en el que se ocupa de asuntos religiosos y de ampliar sus conocimientos científicos visitando los gabinetes de historia natural más importantes de Italia en Rímini, Roma y Padua ―donde se relaciona con el hijo del médico y geólogo Antonio Vallisneri (1661-1730), custodio de la obra de su padre―, Venecia y Milán. Desde Italia se desplaza a París y Lyon ―donde visita el gabinete del médico Sievers―.
Fue precisamente a la vuelta de la capital francesa cuando efectuó su famosa parada en el Señorío de Molina. En esa época, para efectuar un viaje se reunía un pequeño grupo, pues nadie se aventuraba solo por los desiertos caminos y peligrosos bosques. Torrubia viajaba acompañado del médico Pedro de la Barrera y Abadía y de varios hermanos franciscanos, por lo que su ruta había sido trazada aprovechando los conventos de la orden y en Molina se encontraba desde 1284 un importante monasterio franciscano.
Monasterio de San Francisco, Molina de Aragón, construido entre el siglo XVI y finales del XVIII. Foto: Wikipedia.
Él mismo cuenta en su libro Aparato… que se detuvo en una posada de Anchuela del Campo, en el Señorío de Molina, y observó que una niña jugaba a un juego con unas piedras figuradas “cinco conchas enteras, que cada cual unía íntimamente a su compañera”, que le llamaron poderosamente la atención. Al comentar el asunto con el doctor de la Barreda, este le enseñó una gran cantidad que había recogido en un paseo reciente. El grupo siguió viaje hasta Madrid, donde nuestro paleontólogo continuó estudiando las muestras durante mucho tiempo con su primitivo microscopio y consultando a sabios de la época. De su estudio concluyó que, por la perfección y el realismo de los detalles, los restos no podían ser fruto del azar y eran inequívocamente de origen orgánico marino.
En esos primeros años de la década de 1750 Torrubia fue nombrado cronista y archivero general de la orden franciscana. Su gran erudición le permitió corresponder a este nombramiento con el volumen IX de la Chronica de la Seraphica Religion del Glorioso Patriarcha San Francisco de Assis (Roma, 1756).
Torrubia se arrogó el honor de estar haciendo el primer estudio en España de unas petrificaciones, sin embargo hoy sabemos que en esa faceta se le adelantó el capitán Pedro de Castro, quien 60 años antes publicó Causas eficientes y accidentales del fluxo y refluxo del mar (Madrid, 1694), libro en el que describía y estudiaba unas conchas de mar de piedra halladas en Villanueva de los Infantes (Ciudad Real). Aun así, el libro que escribirá Torrubia será el primero de España que tratará exclusivamente de fósiles y también el primero que estudie de modo sistemático los ejemplares.
Dejemos a José Torrubia en Madrid estudiando sus fósiles y planeando una nueva visita al Señorío de Molina, de la que nos ocuparemos en el próximo artículo y que será el lugar donde escriba su libro.
Para saber más: López Piñero, José María; Glick, Thomas F. “El megaterio de Bru y el presidente Jefferson. Una relación insospechada en los albores de la paleontología”. Cuadernos Valencianos de Historia de la Medicina y de la Ciencia 42: 1993. Editor: CSIC-UV - Instituto de Historia de la Medicina y de la Ciencia López Piñero (IHMC).