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"La diligencia que subía todas las noches a la vieja ciudad por la cuesta del río, allá por donde están las tenerías, a lo largo de la alameda, ya hace años que ha dejado de correr. Ahora han hecho una estación”. Estas melancólicas palabras de Azorín, insigne juglar de las tierras castellanas, nos retrotraen a los años finales de un dolorido siglo XIX. Las desvencijadas diligencias, arrastradas por varias caballerías, dejan paso al estrépito y la barahúnda de los flamantes caminos de hierro. Los modernos trenes, movidos por humeantes máquinas de vapor, recorren veloces los seculares senderos del valle del Henares. El recién nacido ferrocarril conforma el nuevo mito de la idea hegeliana del progreso.

La ciudad de Sigüenza, tras la llegada del primer tren en el mes de abril de 1862, se configura en el centro de una amplia comarca, cuyos límites abarcan desde Almazán y Arcos de Jalón, en la provincia de Soria, hasta Cifuentes y el señorío de Molina en tierras arriacenses. La flamante estación ferroviaria, levantada en la vega del río, deviene en punto de partida de los coches correo, con servicio de viajeros y mercancías, herederos de las viejas postas a caballo, que transitan hacia Atienza y Molina de Aragón, además del carruaje que une la ciudad con El Burgo de Osma. En muchas ocasiones la deficiente conservación de los vehículos, los muy frecuentes retrasos, la acumulación de pasajeros en el reducido espacio interior, además de otras lamentables incidencias, dan lugar a distintas aventuras que saltan a las páginas de los periódicos.

El desaparecido semanario guadalajareño Flores y Abejas, periódico festivo y de noticias, dirigido por el conocido doctor Miguel Mayoral Medina, en su ejemplar del 7 de junio de 1896, informa de un lastimoso suceso:
“El día 1 del mes actual dio un vuelco, cerca de Maranchón, el coche correo de Sigüenza a Molina, cayendo por un terraplén. El vehículo se partió en dos pedazos y los viajeros que en él venían resultaron con lesiones de consideración, salvándose nuestros amigos don Ramón López Ayllón y don Rodrigo García, quienes, al ver el peligro, pudieron lanzarse, con verdadera exposición, desde el cabriolé a la carretera, saliendo por fortuna ilesos. No tuvo la misma suerte el rico y laborioso comerciante de esta localidad, don Antonio Alonso, que se causó en la cabeza gravísima herida, de catorce centímetros de extensión, al caer sobre los afilados bordes de una ventanilla”.

Lastimado y maltrecho, “derramando sangre con tanta abundancia, que sus compañeros de viaje temieron por un triste desenlace”, es llevado a Maranchón, “donde el ilustrado médico del pueblo, con solicitud paternal y arte, curó de primera intención, socorriendo también con cariño a otros dos viajeros que se quejaban de fuertes contusiones en la cabeza y pecho”.

Situados los hechos, el periódico reclama el concurso de las autoridades de la provincia:

“El percance es sin duda lamentabilísimo, pero todavía es más doloroso que esas desgracias ocurran con alguna frecuencia por la incuria y el abandono punible de la empresa de esta línea que jamás se ha ocupado de la seguridad del viaje y diariamente se burla de cuanto previene el reglamento, de 13 de mayo de 1857, sobre el servicio de los carruajes públicos, cuyas disposiciones son música celestial para esta desahogada empresa. Ahora parece que el digno gobernador civil, –entonces Francisco Javier Betegón- en virtud de las graves denuncias formuladas contra la misma, trata de meter a esta en cintura, a cuyo efecto ha enviado al alcalde de esta población un pliego de cargo, que con el dictamen que los peritos, haga a la mayor brevedad las reclamaciones oportunas que interesen al mejor servicio público”.

Entre reproches y alabanzas, la breve crónica concluye con ribetes de ironía:

“En cuanto a las condiciones de los coches de ganado, que la empresa utiliza para la conducción de viajeros, nada digo. Es imposible que los carromatos destinados a… otros servicios, sean tan malos como el quebrantahuesos de que me ocupo. Termino, haciendo justicia al inteligente mayoral de la diligencia volcada, Antonio Sauca, consiguiendo que gracias a su arrojo y bríos, no fuera mayor, ni tan violento el vuelco del coche. También me halaga enviar en nombre de los heridos al señor médico de Maranchón, público testimonio de su más vivo agradecimiento por los generosos auxilias que les prestó. Y hasta otra en que tengamos el disgusto de referir mayores males, si Dios y el señor Betegón no ponen el necesario remedio. ¡Quiéranlo ambos!”

Las gentes de Atienza, alarmados tras conocer el aparatoso accidente ocurrido en Maranchón, piden también la intervención de los poderes públicos. De nuevo, Flores y Abejas, en su edición del 14 de abril siguiente, se suma a la justificada protesta:

“Se nos dice de Atienza que sus vecinos han recurrido en queja, al gobernador civil de esta provincia, exponiendo las malísimas condiciones en que se verifica el servicio de conducción, de correspondencia y viajeros, desde aquella villa de Sigüenza, por la misma empresa que tiene a su cargo el servicio de Molina. En la citada instancia se evidencia lo que con razón podemos llamar abuso, toda vez que el coche citado es inservible, pues no tiene cristales en las ventanillas, ni luz en su interior, cosa terminantemente prohibida. Unimos nuestro ruego al de los firmantes de la reclamación –apostilla el semanario- y esperamos que la autoridad obligue a la empresa a cumplir con lo que el reglamento previene”.

Desconocemos con detalle el final de estos avatares. Parece ser, que las graves deficiencias en el servicio de postas fueron solventadas. En todo caso, los hechos narrados por los periodistas alcarreños envuelven un sentimiento de frustración. La modernidad y el lujo de aquél incipiente ferrocarril se contraponen con el abandono y la miseria de los viejos carruajes de correos. Una muy vívida metáfora de la quiebra de la sociedad española en aquellos tiempos finiseculares. La tozuda realidad, en muchas ocasiones, supera a la más imaginativa ficción.

Javier Davara
Periodista, Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid

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