“Temeroso de la muerte, recorro sin tino el llano” – La epopeya de Gilgamesh, libro X.
“Cuando en lo alto el cielo no había sido nombrado” –comienzo del Enûma Elish.
Cinco mil años atrás, en un lugar de Mesopotamia –la tierra entre ríos– un pueblo trata de comprender su propio origen … y el de todo el universo. Gilgamesh, un gigante un tercio hombre y dos tercios dios, se enfrenta al indomable Enkidu, el hombre nómada de las colinas, hijo de gacela y asno onagro, capaz de cazar leones y lobos. Del choque de estos dos colosos nace una amistad imperecedera. La bella Ishtar, hija del dios Anu, se encapricha del fiero Enkidu y ante su rechazo desatará la ira de los dioses contra él. De los creadores de la primera escritura (ca. 3800 a.C.), el Enuma Elish (poema sobre el origen del mundo, ca. 1200 a.C.), el Mul Apin (catálogo astronómico, ca. 1000 a.C.) y el zodíaco, presentamos “Gilgamesh”, la epopeya más grande y antigua jamás contada.
Así podría anunciarse en cine este clásico de la literatura universal tan poco leído, escrito hace la friolera de cuatro mil años, que encierra en doce tablillas de arcilla con caracteres cuneiformes algunas de las preguntas, sentimientos y pensamientos humanos más antiguos de los que tenemos prueba: cómo se formó el mundo, la fragilidad y el duelo ante la muerte o la necesidad de demoler un mundo en crisis para construir otro mejor.
Sorprende encontrar ya en este poema tantos de los mitos y temas de siempre: la creación del hombre (“Aruru cogió arcilla y la arrojó a la estepa”), los presagios (“mi amigo tuvo un sueño cuyos augurios eran desfavorables”), el diluvio universal y el Arca de Noé (la resurrección y el resurgimiento tras la crisis), la inquietud del hombre que sabe de su condición mortal y de la de sus seres queridos (“amigo, lloré por ti el puro Éufrates”), el “polvo eres” (“toda la humanidad había vuelto a la arcilla”), el elixir de la eterna juventud, los trabajos de Hércules o el mito de Tarzán (“vistieron al salvaje y se hizo humano”) y, si me apuran, el maná, la ciencia de Arquímedes y hasta la carga fraccionaria de los quarks (2/3 dios, 1/3 humano). El amor y la auténtica amistad, pero también la soberbia y la venganza, salpimentan el texto.
Leer estos poemas milenarios –Gilgamesh o el Enûma Elish– es transportarse miles de años en el tiempo y meterse en la piel de hombres más libres del peso de la historia que nosotros, esclavos de sus miedos –como nosotros–, observadores por naturaleza y necesidad, buscadores incesantes de regularidades y conexiones entre fenómenos. De sus conocimientos bebió la cultura clásica que sentó las bases de nuestra civilización y de lo que ahora llamamos ciencia. Su astronomía se desarrolló ante la necesidad de orientarse en la navegación y de elaborar un calendario civil y de culto adecuado. De ahí a las cartas astrológicas, de lo ritual a lo ominoso, las supersticiones y los horóscopos sólo hay un paso. Nos puede gustar el azar para la lotería pero no para jugarnos la vida. Necesitamos ver signos que anuncien lo que va a pasar. La incipiente capacidad predictiva de los sumerios, aún precientífica, fue caldo de cultivo para la proliferación de los augurios y para el abuso de poder que siempre puede acompañar a quien posee los secretos del conocimiento. Nuestros pájaros de mal agüero y nuestros vendedores de buena suerte nos vienen de entonces. Ése es el invisible peso de la historia del que hablaba antes.
Hay otra influencia importante de la cultura mesopotámica –suma y evolución de sensibilidades tanto asiánicas (sumerios, babilonios, casitas) como semitas (acadios, asirios, caldeos) e indoeuropeas (persas, medos): nuestra descripción del origen del universo (cosmogonía) y de su naturaleza y funcionamiento (cosmología). El génesis, Adán y Eva no son lo más antiguo en imágenes de la creación. Estas mamás ya contaban a sus hijos el “érase una vez un principio” dividido en aguas dulces (Apsu, lo masculino) y saladas (Tiamat, lo femenino) y cómo Marduk construyó el mundo a partir del cuerpo de Tiamat, que se estratificó en cielo, Tierra y mundo inferior: de sus ojos salieron el Tigris y el Éufrates; de sus pechos, las montañas; de su baba, las nubes, y de su saliva, la niebla.
Casi todas las mitologías coinciden en un origen no causal del universo y los fenómenos naturales (caprichos de dioses), colocan a la Tierra en el centro del universo y a su pueblo en el papel más importante (como el pueblo judío entre los judeocristianos). Lo que precede al acto de creación es caos, abismo, vacío. El todo se escinde en dos partes y de alguna manera se justifica la división social en castas superiores e inferiores. ¿Y todavía decimos que innovamos?