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A apenas ochocientos metros del Polo Sur geográfico, en el Laboratorio del Sector Oscuro, un musculoso grupo de científicos llamado BICEP (Background Imaging of Cosmic Extragalactic Polarization) enciende diariamente el refrigerador. Paradójicamente, los cincuenta grados bajo cero del exterior significan demasiado calor para la cámara de su telescopio, que debe funcionar a décimas de grado por encima del cero absoluto (273º bajo cero). Aparentemente es un telescopio vulgar, con un diámetro de 26 cm y tan sólo 512 píxeles, pero está pensado para captar microondas en vez de luz visible y parece haber detectado las huellas indirectas de una expansión fenomenal o inflación de todo el universo sucedida menos de un segundo después del Big Bang.

Si del oscuro tapiz del cielo nocturno elimináramos la “luz” (radiación) procedente de todo tipo de astros y nebulosas veríamos que el firmamento no tiene un fondo completamente negro. La luz más antigua del universo –emitida cuando el universo tenía tres cienmilésimas de su edad actual, el equivalente a un día para una persona de cien años– aparece ahora como un fondo de radiación mil veces más estirada y fría que entonces por mor de la expansión del universo. Es el famoso fondo cósmico de microondas (CMB) a 270º bajo cero, reliquia de la formación de los primeros átomos. Predicho en los años cuarenta, su hallazgo casual en 1965 supuso un tremendo impulso a la teoría del Big Bang. Hoy en día, el estudio de las minúsculas variaciones de temperatura –¡millonésimas de grado!– observadas en diferentes direcciones del espacio es quizás la herramienta más valiosa para la cosmología. Estas variaciones representan las excepciones a la apabullante homogeneidad del universo primitivo, las semillas de toda estructura posterior –las estrellas y galaxias de hoy. Dicho de otra forma: la transición del caos al cosmos.

La cosmología ha pasado de ser puramente teórica a tener un continuo aporte observacional y hoy día hablamos de un universo espacialmente plano1 dominado al 70% por una energía de tipo repulsivo (energía oscura o de vacío, designada por la letra griega ?, lambda) causante de su actual expansión acelerada, con un 25% de materia exótica, fría e invisible, llamada oscura porque ni absorbe ni emite radiación, y menos de un 5% de materia normal. Este modelo de universo –el  ?CDM o Lambda Cold Dark Matter– es el estándar actual tras haber superado numerosas pruebas observacionales. Sin embargo, aún debe explicar, entre otras cosas el “problema de la coherencia”: por qué todo el universo observable primitivo es tan homogéneo; cómo partes tan alejadas entre sí, entre las que ni siquiera la luz había podido transmitir información, se habían puesto de acuerdo para tener las mismas características, difirendo en menos de una parte en cienmil.

Y aquí es donde aparece, para algunos como un parche, el modelo inflacionario, una teoría que plantea que, muy poco después del Big Bang y sin saberse muy bien por qué, el universo podría haberse inflado al menos 100 billones de billones de veces (1026) en menos de una cuatrillonésima de nanosegundo (el trigésimo segundo decimal es el primero no nulo), lo que permite que regiones  demasiado separadas tras la inflación hayan podido estar en contacto informativo antes de la misma.  Una locura, chico, pero antes se coge a un mentiroso que a un cojo, así que sigámosle el juego.

En 1916 Einstein postuló la existencia de ondas gravitatorias como una consecuencia más de su –entonces increíble y hoy fundamental– teoría de la relatividad general. Se producirían en movimientos acelerados y no simétricos de masas: estrellas o púlsares binarios en órbita mutua, rotación de cuerpos no esféricos, expansión no simétrica de supernovas o del propio universo primordial. Las emitidas durante la inflación adquirirían, por cuantización y expansión un patrón muy característico, aunque actualmente serían imposibles de detectar directamente. PERO, y este es un pero importante, ese patrón, guardado como una semilla en todos los rincones del espacio durante cuatrocientos mil años, imprimiría en la luz del fondo cósmico un patrón de rizo (de rotación o B-mode) observable finalmente como una luz polarizada muy particular.

Pues bien, justamente eso es lo que parece haber encontrado el experimento BICEP2. De confirmarse –siempre se espera a que otro experimento independiente lo confirme– la importancia es doble: por un lado tendríamos evidencia del período, yo diría del instante, de mayor crecimiento del universo y de cómo de una sopa homogénea pueden aparecer estructuras individualizadas; por otro, la existencia de las ondas gravitatorias, hasta ahora una mera entelequia, sería un maravilloso ejemplo de la más alta capacidad predictiva del pensamiento científico y abriría las puertas a una nueva astrofísica en la que la luz, habitual mensajero del cosmos pero que sólo nos puede informar de lo sucedido a partir de los 400000 años después del Big Bang, deje paso a otro mensajero más penetrante –las ondas gravitatorias– capaz de transportarnos a las primeras fracciones de segundo de la creación.

1- El equivalente en 3D de una superficie 2D plana, como puede ser una pizarra, en la que los ángulos de un triángulo suman 180º, a diferencia de una superficie curva, como la de un bol, en la que dicha suma puede ser mayor o menor.

Viñeta

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