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Durante siglos el único recurso que tenían las gentes humildes para intentar solucionar sus dolencias era la utilización de los remedios populares que se conocían y que pasaban de generación en generación. En las familias durante siglos las mujeres han sido las encargadas de recoger hierbas del campo para preparar aceites, cremas y ungüentos para tratar las dolencias de la familia. También fueron las encargadas de cuidar a los enfermos e inválidos y ayudar en los partos a otras mujeres. La transmisión de conocimientos sobre la salud y la enfermedad de madres a hijas proporciono a muchas de ellas cierto estatus de poder y respeto pero también envidia y miedo por parte de muchos conciudadanos. Fueron llamadas curanderas, curielas, hechiceras… y cuando eran odiadas… ¡brujas!

¿Tenían estas mujeres poderes? ¡Claro que si! Capacidad de observar la naturaleza, comparar, aplicar, valorar y transmitir confianza en sus cuidados y en sus remedios. De muchos de los tratamientos tradicionales que se utilizaban hace siglos han derivado algunas terapias actuales, pero  otros dependían sobre todo de las creencias del enfermo en las posibles propiedades curativas… aspecto similar a lo que ocurre actualmente con algunas terapias de la medicina. Otros de sus remedios posiblemente eran tan peligrosos que lo único que hacían era causar una tremenda agonía al pobre desdichado que los utilizaba.

La histeria colectiva y la esquizofrenia social calificó a muchas de estas pobres mujeres como brujas y las condenó durante siglos a la soledad, la exclusión social o al martirio en la hoguera. Las acusaciones servían para comenzar el proceso, y más tarde con crueles torturas se conseguía que las pobres desdichadas confesaran las mayores atrocidades cometidas así como de mantener contactos cercanos con el demonio.

Y de tanto repetirlo, algunas acabaron creyendo que tenían poderes adivinatorios, curatorios o maléficos a través de conjuros y ensalmos. La enfermedad mental, el aislamiento social, la malnutrición y alguna que otra secuela de la sífilis, producía ideas delirantes de componente sobrenatural. En algunas circunstancias la utilización de bálsamos y cremas con plantas alucinógenas, como el beleño, belladona, mandrágora y estramonio les hacían tomar las pesadillas por realidad cayendo en estado de estupor con sensaciones extracorpóreas de levitación o desenfreno.

Los peligrosos efectos de las plantas citadas dejaban a muchas gentes en un estado de imbecilidad permanente y disociación de la personalidad que les llevaba a emprender un triste y trágico camino a ninguna parte.
¡Plantas que curan, plantas que matan… todas naturales!

Rita Rodríguez