El tiempo no se detiene en Sigüenza, por mucho que lo repitan los poetas. Ni en Sigüenza, ni en ningún sitio. Otra cosa muy distinta es la percepción que uno pueda tener del mismo.
Sin embargo, en la tarde-noche del viernes 24 de marzo, mientras escuchaba las palabras emocionadas de Alicia García en el Salón del Trono, tuve la sensación de que alguien había decidido congelar la imagen de aquel mes de febrero de 2008, cuando formando parte de una pequeña comitiva presidida por Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo, degustábamos en el restaurante “La Granja de Alcuneza” una “tosta de oreja de cerdo a la miel, con aroma de tomillo”.
La familia García Verdes, casi al completo, observaba a la entrada del comedor al jurado, mientras Santos, el hijo mayor, explicaba los ingredientes con los que había elaborado el que sería primer premio del certamen de pinchos y tapas medievales que acababa de nacer. Un concurso que volvería a ganar en otras cinco ocasiones. También recuerdo la visita a “La Cabaña”, en Palazuelos, para probar un solomillo de ciervo, como recuerdo la degustación de otros pinchos en “El Sánchez”, “La París” o “La Alameda”.
“Con sólo veintidós años —recordaba la tía Alicia de Santos—, fuiste uno de los que se embarcaron en esta expedición para poner a Sigüenza en el mapa gastronómico medieval. Llevaste tus pinchos a cinco villas medievales, no sólo para degustarlos, sino implicándote siempre en que a través de ellos se conocieran las costumbres culinarias, productos, arquitectura, historia y artesanía de la Ciudad del Doncel”. Aquel joven maestro de la cocina aprendió muy rápido, pero se marchó demasiado pronto, pasando el testigo a la que hoy presume de haber sido una buena alumna suya: su madre Estefanía. La muerte de Santos invirtió el orden natural de la vida. Cambió ese devenir pausado del tiempo al que me refería al principio. El pincho elaborado por la madre, junto a los otros seis que compitieron en el X Concurso de Pinchos Medievales, son el mejor homenaje que Sigüenza puede seguir haciendo a su memoria.
No les voy a hablar del “corte de carrillera ibérica con boletus y foie” del Atrio, que se llevó en dura y disputada competición el primer premio, ni les voy a contar la espectacular presentación del “NEVEROL Forte” de la taberna “Gurugú” — inspirada, según su creadora Belén, en la historia de los tres últimos neveros que se recuerdan de Sigüenza—, como tampoco les hablaré de “el bocado de Pelegrina”, presentado por el asador “Bajá”, en el que se habían concentrado los colores y sabores del valle del Río Dulce.
Podría, aunque solo fuera por agradecer la colaboración que está prestando el Parador de Turismo a la gastronomía y a la cultura, recrearme en las excelencias de “la liebre arropada y abrigada” que nos presentó su cocinera, Estrella; como podría describir las delicias de la “carrillada a las finas hierbas sobre anillo de hojaldre” de la “Cafetería París”, que preparó Carmen, o elogiar los “canutillos de hojaldre con torreznos rellenos de rabo de toro, guisados al modo tradicional” en el Restaurante Milano por su cocinero Juan Mateju, y celebrar un año más la propuesta de “La Granja de Alcuneza”, en este caso con un pincho denominado “matambre”, en forma de puchero, como si de pronto nos hubiéramos trasladado a la humilde pero ingeniosa cocina de nuestras abuelas.
Sin embargo, entre la tarde del viernes 24 de marzo y la sobremesa del domingo 26, pasaron muchas más cosas en Sigüenza. El buen sabor de boca que me había dejado la degustación de esa variedad de pinchos tendría como colofón una visita “guiada” a uno de los templos de la cocina seguntina, el Restaurante “El Doncel”, donde Enrique y Eduardo se encargaron de rematar la faena y de poner sobre la mesa las razones que avalan sus premios y reconocimientos. Una cena agradable, seguida de una sobremesa amena y distendida, aparcando la incertidumbre de a quién votar al día siguiente como ganador del pincho medieval de este año.
El sábado amaneció frío y lluvioso, como si a la recién estrenada primavera le embargara la nostalgia del invierno. Pero el fin de semana seguía siendo intenso. Por la mañana, tendría que enfrentarme al “duro” trabajo de comprobar y evaluar sobre el terreno que los pinchos de la tarde anterior preservaban el sabor y la textura en los bares y restaurantes que este año participaban en el concurso. Y, por la tarde, siesta, visita a las tías y una nueva y agradable sorpresa: el concierto benéfico de la recuperada Banda Municipal en la Parroquia de San Pedro, cuya recaudación iba destinada a la Asociación de Niños con Síndrome de Down de Guadalajara.
Después de la sinfonía de sabores, un atractivo programa de música de Semana Santa, en el que pude constatar el espectacular progreso de una treintena de maestros seguntinos, muchos de ellos formados en la Escuela Municipal de Música, dispuestos a devolver a la ciudad su banda de toda la vida y recuperando una vieja tradición musical que desgraciadamente se había perdido.
Pese al despiste por el cambio de hora, el domingo, antes de que sonaran las diez (que serían las nueve) en el reloj de la catedral, me regalé un apacible paseo por el pinar. Luego, a las doce de la mañana, un grupo de escritores y periodistas estábamos convocados en el Parador de Turismo para hablar de nuestro trabajo y para explicar lo fácil que es recrearse en los escenarios de una ciudad tan bella y sugerente.
Y, lo que es más importante, celebrar el éxito de una agenda cultural atractiva, que aporta valor añadido a la riqueza histórica y monumental de Sigüenza, a la vez que sirve de complemento a la actual oferta turística.