El calor aprieta y la gente busca la sombra en los jardines que dan acceso a los Museos del Vaticano. Sólo los más valientes resisten a pleno sol, para fotografiar la cúpula de la Basílica de San Pedro. La guía que nos acompaña se pone debajo de un árbol, pide paciencia y explica el contenido de las salas, mientras los del pinganillo bebemos agua al borde del desmayo.
Por razones casi humanitarias, el recorrido por el interior de estos impresionantes museos se abrevia, pero siempre hay un momento para fotografiar algunas esculturas y pinturas que recuerdas haber estudiado hace ya muchos años en Historia del Arte. Es difícil sortear las cabezas y coger el ángulo apropiado, pero se intenta. En esos momentos envidias la destreza y facilidad con la que fotografían todo los turistas de rasgos asiáticos. La muchedumbre avanza entre las obras más importantes de nuestra civilización en dirección a la Capilla Sixtina, para contemplar —sin fotos y en silencio— la impresionante cúpula dibujada por Miguel Ángel.
No es fácil poder sentarse en los laterales de la capilla, pero lo conseguimos. Las invocaciones a San Pedro debieron producir ese milagro. La contemplación de la cúpula, sentados, emocionados y en silencio, yo creo que fue una recompensa divina por los sacrificios que habíamos acumulado durante la mañana. Pero no fue la única recompensa del día. Por la tarde, en San Pedro, tuvimos la oportunidad de escuchar una misa en latín, amenizada por los cantos de una coral de Philadelfia (EE.UU).
Había estado varias veces en Italia —un viaje por Génova, Pisa, Florencia, Roma, Nápoles y Turín a finales de los setenta y otro a Milán y Verona en los noventa, por razones de trabajo—, pero viajar también es recordar y sentir nuevas emociones en lugares que visitamos hace ya muchos años. Lo acabo de comprobar este verano en el viaje a Roma y Florencia con la persona que más quiero. Y percibes una sensación similar a la del reencuentro con el amigo del Instituto al que no ves desde hace cuarenta años.
Tu mirada, por supuesto, tampoco es la misma de antaño. Ni las impresiones que entonces te produjeron aquellos lugares son equiparables a las de ahora, por el paso del tiempo y por las propias circunstancias del viaje. Pero hay elementos que el tiempo no borrará jamás.
La Fontana di Trevi, casi escondida entre estrechas callejuelas, deslumbra igual que hace cuatro décadas. La cara de asombro de mi mujer lo dice todo. Eso sí, cuando yo estuve por primera vez en Roma no tenía vallas, ni había tanta gente haciéndose fotos delante del monumento de Salvi (1735).
Roma
Los atractivos de la ciudad, cuna del Imperio Romano, ciudad eterna, con sus foros y templos, con sus palacios y las huellas de sus emperadores, también son eternos. El paso del tiempo no ha logrado borrar esa historia, aunque los cambios sociales hayan introducido novedades a la hora de contemplarlos.
Hace cuarenta años las fotos nos las hacíamos con cámara fotográfica réflex; en mi caso, con una Yahica que compré con los ahorros de mi primer trabajo, mientras que ahora las hacemos con los móviles y nos movemos por los destinos mirando el Google Maps en la pantalla.
Ya no hay que preguntar para llegar a Roma, mientras de la estación Termini, muy cerca del hotel donde nos alojamos, vemos salir riadas de turistas con maletas y mochilas, dispuestos a invadir la gran metrópoli. Miles y miles de personas que encontraremos al día siguiente haciéndose “selfies” delante de los monumentos de la Roma imperial, pero también en las plazas, museos y restaurantes. El calor aprieta, la gente sigue a paso ligero detrás del guía del paraguas rojo… Más adelante aparece otra oleada de turistas...
La Roma que yo había recorrido a bordo de un Citröen 2C en 1978, está a punto de perecer ante esta nueva invasión humana —pacífica, por supuesto—, pero agobiante. Los destartalados autobuses que circulan por las calles empedradas van siempre llenos, las calles están sucias, las papeleras y contenedores de basura deberían vaciarse de cuando en cuanto y en algunos restaurantes los precios son enormes, como si quisieran imitar la grandiosidad del Coliseo.
Termina la estancia en Roma y a primera hora de la mañana, después de despedirnos del chino que nos atiende en el hotel con un aceptable castellano, partimos en tren hacia Florencia, acompañados del verde paisaje que nos introduce en el norte de la península italiana. La capital de la Toscana es una ciudad hermosa, una de las más hermosas del mundo, cuna del Renacimiento, donde se respira el arte y la belleza por sus cuatro costados. “La più bella”, que diría un cronista italiano.
Florencia
Con un encanto que cautiva al visitante y especialmente a los amantes del arte, como es el caso de Octavio, el guía y pintor mexicano que se instaló en ella después de estudiar Historia del Arte y que al día siguiente de nuestra llegada nos contaba en la Piazza della Signoria, rodeado de esculturas, las genialidades de Brunelleschi y las aventuras y desventuras del gran Cellini.
Durante el trayecto a pie desde la estación de ferrocarril al hotel, ubicado muy cerca de la plaza de la catedral (Duomo) y de la Galería de la Academia, donde se encuentra el David de Miguel Ángel, intenté rescatar de la memoria algunas imágenes de esta misma ciudad cuando la visité a finales de los años setenta. No fue tarea fácil. Sólo permanecían en el recuerdo retazos de la impresionante fachada de mármol de la catedral, las escenas labradas en las puertas del Baptisterio, el David de Miguel Ángel, el Campanario y la Piazza della Signoria.
Volver a Florencia después de tantos años me ha permitido poner al día buena parte de esos recuerdos, pero sobre todo para dejarme impresionar por la belleza inmortal de una ciudad increíble, mágica, abierta y acogedora. Una ciudad iluminada por el genio de los mejores y más grandes artistas de la época renacentista.
Una de las ventajas que tiene Florencia para el viajero es la cercanía de sus monumentos, iglesias y museos. Uno puede perderse por el centro urbano durante el día, callejear por las vías que dan acceso a la Plaza de la República, y cruzar luego a última hora de la tarde el río Arno, antes de adentrarse en el barrio de Oltrarno, dominado desde lo alto por los jardines del Palacio Pitti. Recomendable hacerlo por el puente Vecchio, para después cenar en una terraza de la Plaza del Santo Espíritu y tomar un helado espectacular en Sbrino.
Como decía Henry Miller, “nuestro destino nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas”. Cada mirada es diferente. Sin embargo, siempre nos quedarán ciudades eternas, llenas de historia y de arte, como Roma y Florencia.
Javier del Castillo
Fotos del auto