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Fernando Fernán Gómez es un personaje irrepetible. Cultivaba la mala leche con el mismo esmero y dedicación que interpretaba los papeles más dispares en el cine y el teatro, y con la misma exigencia y profesionalidad que se imponía cuando dirigía películas o escribía novelas. “Personas como él no abundan. Entran pocos en el kilo, que decía mi abuela”, me confesaba en el vestíbulo del Teatro El Bosque (Móstoles) su buen amigo y compañero de muchos repartos, José Sacristán.

El pasado 28 de agosto se cumplió el centenario del nacimiento de uno de los personajes más interesantes de la cultura española del último siglo. Su voz poderosa y su fuerte carácter marcaron una época. Su espíritu libre, su rebeldía frente a la mediocridad y la ignorancia, también han dejado una huella imborrable en la sociedad española.

Lo mismo podía mandar “a la mierda” a un admirador persistente, que solicitaba al actor, director de cine y escritor una dedicatoria o autógrafo, que podía levantarse en medio de una rueda de prensa y recriminar a un reportero dicharachero de televisión la bobada que acababa de preguntarle. Fernando Fernán Gómez, para lo bueno y para lo malo, decía lo que pensaba sin reparos, aunque fuera consciente de que esa sinceridad no fuera aconsejable en ese momento. Su vozarrón y su fuerte carácter traspasaban las barreras de lo políticamente correcto.

Cuando yo era un chaval lo recuerdo en Sigüenza, sentado en una silla plegable, con sombrero de segador y cara de pocos amigos, frente a la catedral, en la calle Medina, dando órdenes al equipo de rodaje de la serie “El Pícaro”. Muchos años después –mediados de los ochenta–, eligió la villa amurallada de Palazuelos para llevar al cine su novela “Viaje a ninguna parte”, con José Sacristán, Laura del Sol, Juan Diego, Agustín González, Marisa Ponte y Gabino Diego (“el zangolotino”) en el reparto. Una historia entrañable sobre los últimos cómicos de la legua.

Yo había intentado sin éxito entrevistarle. A Fernán Gómez no le hacía ninguna gracia someterse a las preguntas de los periodistas y rehuía el encuentro, incluso aunque fuera para hablar de su último libro. Como mucho, concedía un par de entrevistas a la prensa por obra publicada. Pero, poco después de que recibiera el Premio Príncipe de Asturias (1995), y antes de ser elegido Académico de la Lengua, en el año 2000, conseguí –por fin– que me concediera una entrevista para la revista “Tribuna”.

Sólo mi insistencia y las buenas artes de Silvia, jefa de prensa de Espasa Calpe y esposa del actor Pepe Martín, consiguieron doblegar en aquella ocasión su resistencia. Acababa de publicarse “Stop! Novela de amor”, y solo hablaría de “su libro”. Es decir, de las peripecias amorosas y vitales de un personaje llamado Enrique Lafuente, escritor y guionista de éxito, sobre el que giraba la historia.

Después de leerme la novela, después de apuntar en mi bloc de notas lo que más me había llamado la atención de su relato, y después de repasar mucho las preguntas que pensaba formularle, me dirigí a la Urbanización Santo Domingo, muy cerca de Algete (Madrid) donde vivía con su compañera Emma Cohen. Tenía claro que un error por mi parte podría suponer el “váyase a la mierda” que prodigaba Fernán Gómez con cierta frecuencia.

Eran las doce de la mañana cuando me abrió Emma Cohen la puerta del chalé y me condujo a la terraza de la vivienda, junto a un jardín algo descuidado, en el que haríamos la entrevista. Tengo que admitir que me temblaban las piernas. Dejé en la mesa la grabadora y el bloc de notas y minutos después escuché el vozarrón de Fernando Fernán Gómez pidiéndole a la empleada de hogar dos wiskis: uno para él y otro para mí. La verdad es que no sabía cómo explicarle, sin que se molestara, que yo a esas horas del mediodía no podía tomarme un wiski y le dije que prefería mejor una cerveza.

Con su wiski y mi cerveza sobre la mesa, iniciamos una de las entrevistas más interesantes que recuerdo de mi trayectoria profesional. Me habló, como estaba pactado, de su novela, y a medida que íbamos avanzando en la conversación, pude también preguntarle por los cambios sociales, los problemas del cine español o sus gustos literarios.

Fue precisamente en este último apartado cuando levantó más la voz y lamentó con vehemencia la dificultad de poder adquirir en las librerías madrileñas obras de nuestros autores clásicos. No podía entender que Quevedo o Lope de Vega estuvieran descatalogados. Como tampoco podía entender que sus nietos, cuando iban a visitarle, pasaran el tiempo jugando a la Nintendo, en lugar de ojear algunos de los libros que se agolpaban en las estanterías de la casa.

Fernando Fernán Gómez, de espíritu libre y anarquista, recordaba su infancia y los paseos por Madrid de la mano de su abuela materna –la madre estaba siempre de gira y su padre se negaba a recibirle– viendo las carteleras de cine. O celebrando en la Puerta del Sol la proclamación de la República.

A pesar de los reconocimientos y premios por sus trabajos cinematográficos y literarios, contemplaba la realidad española de los años noventa con cierto pesimismo. No podía consentir que el cine, el teatro y la literatura española fuera controlada por las élites dirigentes. El paso del tiempo no le había quitado razones para cabrearse y mandar a la mierda a quien fuera necesario.

Pero ni Fernando Fernán Gómez se comía a nadie, aunque cultivara la mala leche, y muy pocos coetáneos pueden presumir de tanto talento y carácter. Después de casi dos horas de entrevista en su casa de la Urbanización Santo Domingo, me quedé con la satisfacción del deber cumplido.

Con la sensación de haber cumplido un sueño. Y de haber conocido mejor a una persona de las que ya no quedan.

Viñeta

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