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Sigüenza nunca dejará de sorprenderme. Un año antes de la pandemia, una tarde-noche de noviembre, embocaba la calle Cardenal Mendoza - algo mortecina a la luz de las farolas- cuando de pronto, tras una gran luna escaparate, se apareció ante mi una visión extraordinaria, hiperbólica, una materialización de la Tierra de Jauja, aquella donde corren ríos de vino y atan los perros con longaniza, pues estaba contemplando la misma imagen de la Abundancia.

Dispuestas como en las gradas de un teatro, al igual que una compañía dramática o una orquesta y cuatro coros que saludan al público tras una gran actuación, se alineaban en distintos niveles botellas de variadas ambrosías, entre conservas, latas de comestibles finos, quesos, dulces (lo que hoy, en un paroxismo de cursilería llamamos "delicatessen") y un batiburrillo de todo tipo de productos como cacerolas, pequeños electrodomésticos, cremas faciales, vistas de Sigüenza, libros, juguetes,chuches, plantas, prendas de vestir, y un sinfín de cosas, entre ellas un delfín o ballena de peluche rosa, todo ello coronado por dos patas de jamón artísticamente dispuestas en lo alto, que también parecían saludar al público como las vedetes de un musical.

Por un momento creí que en el local, aparentemente vacío, se vendía de todo, esa mezcla de géneros dispares que durante décadas constituyó el pequeño comercio de la zona donde lo mismo podías encontrar un percal, un vichy o una tarlatana, productos de limpieza o juguetes, que sardinas arenques o esas latas grandes conteniendo bonito en escabeche, que se compraba por tacos y se servía con un poco de caldo en su cucurucho de papel de estraza.

Estado actual de la ermita de Santa Librada. Octubre 2021

Movida por la curiosidad, entré a preguntar el precio de unos vinos y se me informó que lo expuesto no estaba a la venta, sino que se sorteaba entre quienes colaboraban con un donativo a la reconstrucción de la ermita de Santa Librada, patrona de Sigüenza. Así que me hice con unas papeletas y, al salir, volví a contemplar la abigarrada estructura, inventariando mentalmente lo que había y qué uso le daría si me tocaba, incluyendo el reparto entre familiares y amigos, calculando las tardes de tertulia y tapeo que la cosa podía dar de sí.

En pleno éxtasis alimenticio, me identifiqué con Carpanta, ese personaje del tebeo cuya gazuza crónica le hacía ver- como si de una aparción celestial se tratase - un pollo asado descendiendo entre resplandores dorados. Me asaltó entonces una oleada de nostalgia, de un tiempo en el que aún era joven la generación más longeva de nuestra historia, una generación que tenía las cosas claras, sabía disfrutar de placeres sencillos y conservaba un gran sentido de la solidaridad.

Retrocedí hacia un ambiente sesentero/setentero, de películas como "Se armó el belén" , "La ciudad no es para mí"o "Los jueves, milagro", de vespas y seiscientos, con mis primas mayores llevando el pelo cardado imitando un avispero y las primeras minifaldas, además de furgonetas repartiendo cestas navideñas de uno, dos y tres pisos adornadas con cintas y espumillón, con sus botellas de cava o champán francés, su bote de espárragos (siempre había uno), su lomo embuchado, los imprescindibles polvorones y, cómo no, una o varias patas de jamón serrano o pata negra, marcando rangos.

Pero también ví más, ya que - según me habían explicado pacientemente- todo ello era posible gracias a un grupo de personas que había visitado a los comerciantes de la localidad pidiendo apoyo para el proyecto mediante donaciones para nutrir la famosa "cesta". Y, para mi asombro, respondía todo el mundo, siendo anecdótica la existencia del típico rácano que no afloja los cordones de la bolsa.

Me imaginaba a las "postulantes" y "postulantos", del tipo "Las chicas de la Cruz Roja", recorriendo los comercios y disfrutando con ese ritual de mutuo reconocimiento como parte de una sociedad que toma las riendas cuando no quieren o no pueden hacerlo los poderes políticos. También me recordó el ambiente solidario de algunas peticiones añejas como el Día de la Banderita, de la Cruz Roja, la colecta de la Asociación Española contra el Cáncer o el inefable Domund, cuando recorríamos las calles con nuestras huchas de loza que mostrábamos orgullosamente: la cabeza de un indio tipo jefe Sioux, el negrito y un chino de sombrero cónico, coleta y bigotes sospechosamente parecido al del Flan Chino Mandarín, sin que a nadie se le ocurriera, en nuestra inocencia, que aquello podía molestar a alguien lo más mínimo, sino más bien mostrar una simpatía sin fronteras y ganas de hermanarnos con los habitantes de otras partes del mundo.

Pasó el tiempo y, entre líos y barullos, se me olvidó mirar los números premiados, porque para mí, el dinero estaba más que amortizado por la alegría de saberme rodeada de una sociedad tan compacta y consciente de sus raíces. Un pueblo que pone en práctica la famosa divisa de los Mendoza: "dar es señorío, recibir es servidumbre".

Por otra parte, la relación de la vida de Santa Librada es una relación antigua, que moldeó parte de la ideosincrasia local y su culto se expandió por todas las tierras de la diócesis, donde llevaron su nombre miles de mujeres durante más de medio milenio.

Y buscando antepasados por aquí y por allá, supe que varias abuelas mías, allá por los siglos diecisiete y dieciocho, se llamaron Librada: Librada Galiano, de Canales del Ducado, abuela a su vez de Librada Tamayo Herranz, ésta nacida en Sotodosos y, en Cifuentes, Librada Traspasa y Librada de Turuégano...

Ante tal descubrimiento, ¿qué me quedaba por hacer?

Imagen de la ermita de Santa Librada. 1890.

Pues está claro: colaborar en lo que pueda al afianzamiento de esta nueva y alegre tradición, la de la cesta monstruosa de Navidad, para reparar la ermita caída hace apenas unas décadas, impidiendo así que se borre parte de la memoria histórica de la ciudad que nos acoge. Y de seguir así, quizás un día pueda publicarse en el libro Guiness como la más grande, variada y sorprendente cesta navideña.

 

 

Letizia Arbeteta Mira

Viñeta

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