Pongamos las cartas sobre el tapete. Si Don Heraclio Fournier, fabricante de la baraja española, levantara hoy la cabeza, tendría serias dificultades para asimilar los cambios e innovaciones que se han venido produciendo en nuestros juegos de mesa. A la baraja española de 40 cartas, diseñada en sus talleres de Vitoria, le han ido creciendo los enanos, en forma de teléfonos móviles y nuevos juegos reunidos. A la tradicional competencia del parchís, la oca y los dados, se han ido sumando otros divertimentos en soporte electrónico, que alejan a los más jóvenes de ejercitarse en la sana costumbre de echar una partida de cartas como prolongación de la sobremesa.
Oros, copas, espadas y bastos. As, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, sota, caballo y rey. Guiñote, tute, brisca, burro, siete y media, mus o cinquillo. Niño, acerca la baraja nueva que me regalaron el otro día en la Caja de Guadalajara. Reparte cartas a ver quién da primero. ¡Vaya juego que llevo! Tranquilo que, con las cuarenta, las veinte en copas y las diez de últimas, estamos fuera. Si hubiera arrastrado de copas, todas mías. A ver si te descartas de algún palo, que acompañas a todo y así no hay manera de hacer baza. Carta en la mesa, presa. Creo que acabas de hacer renuncio; tenías pinta y no has matado. Pero, ¿cómo se te ocurre tirar el tres, si todavía no había salido el as?
La baraja de los herederos de Heraclio Fournier sigue siendo un icono de nuestra cultura, un referente de la infancia, que sobrevive a los cambios y a las embestidas de las nuevas tecnologías y los juegos electrónicos. Es verdad que últimamente pintan bastos, pero siempre nos quedará algún lugar algún refugio, donde poder echar una partida de cartas.
Hace ya casi dos años, en los primeros compases de la pandemia, y con la familia encerrada en casa, logré poner en práctica la terapia del guiñote con muy buenos resultados. Jugamos muchas partidas, hasta el punto de perder ya la cuenta. El primer confinamiento hizo posible la recuperación de una costumbre familiar que estaba en peligro de extinción desde la ausencia del abuelo.
El guiñote, jugado entre dos o entre cuatro, había sido de alguna forma confinado el día en que dejó de estar con nosotros su mejor valedor y maestro: mi padre. Con él jugué cientos de partidas, perdí más que gané, pero sin tirar nunca la toalla. Era difícil vencerle, salvo que las cartas se pusieran ese día de mi parte. Siendo ya muy mayor, llegó a enseñarle el reglamento del guiñote a la asistenta ecuatoriana que le cuidaba en las temporadas que vivía con nosotros. Con ella, una santa, echaba sus buenas partidas en el cuarto de estar. Eso sí, se imponía la experiencia y casi siempre la ganaba. Pero, lo mejor de todo, era la paciencia y el buen perder de la joven: asimilaba con deportividad las derrotas y nunca tiraba la toalla.
La baraja española, al menos para los niños de pueblo, como era mi caso, formó parte de nuestra vida cotidiana. Empujados por la curiosidad y el deseo de aprender, los chavales nos acercábamos a la taberna, esquivando el humo que desprendían los cigarrillos y con el olor a sardinas arenques, aceitunas y vino de la Mancha, para ver a los mayores jugar al tute o al guiñote. Aquellas partidas de naipes se trasladaban también a las noches de matanza, con la familia reunida alrededor de una mesa, en la que se jugaba a la brisca y al guiñote, con el porrón al lado, mientras en el fuego se cocían las morcillas recién hechas y se asaban somarros y castañas.
Lo siento, amigo, pero tengo las cuarenta y veinte en copas. Y yo veinte en oros… Te llevas el monte y también la leña. Con estas cartas nunca se puede perder. Muchas frases hechas, muchas muletillas como estas, se fueron grabando en nuestro imaginario colectivo. También el refranero – “lo primero el refranero” – está lleno de referencias y frases alusivas a estos juegos de mesa. ¡Cuántas veces habremos escuchado aquello de “o jugamos todos o se rompe la baraja”! O estos otros: “no se puede jugar con dos barajas” y “en la mesa y en el juego se conoce al caballero”. Pero, ningún refrán como este para levantar el ánimo de quien va perdiendo una partida tras otra: “afortunado en el juego, desgraciado en amores”.
Así que, aunque pinten bastos, dejemos a un lado los móviles y los últimos avances de la electrónica en el campo del entretenimiento y pongamos las cartas sobre la mesa. Echemos una partida de guiñote o de tute y, si la fortuna deja de sonreírnos y hay consumición de por medio, pongamos la mirada en este elegante refrán: “jugar y perder, pagar y callar”.
Sin más.