Todos tenemos en nuestra memoria referencias a situaciones y lugares que nos han dejado huella. Situaciones y lugares que perduran en el tiempo. Un paisaje de la infancia, un castillo medieval, un río, un coche de línea o un tren al que nos subimos en busca de algún sueño.
En mi infancia y adolescencia viajar también era un sueño. Desde la ventanilla de un coche de línea con los cristales empañados descubrí Sigüenza en los años sesenta. Y desde la ventanilla de un Ferrobús alimentado con gasoil llegué diez años después a Madrid, la ciudad que luego sería mi lugar de residencia. Aquel tren, del que salían chorros de humo cada vez que aceleraba, invertía dos horas y media en el trayecto Sigüenza-Madrid Atocha. El mismo tiempo que tarda ahora el AVE desde Madrid a Barcelona.
Como el mundo va muy deprisa, no está de más recordar aquellos tiempos en lo que todo iba mucho más despacio. Hasta el punto de que animábamos al conductor del autobús en el que echábamos la mañana, la tarde o incluso el día entero con canciones populares. ¿Quién no recuerda haber cantado al piloto aquello de “para ser conductor de primera acelera, acelera”? Y el éxito que obtuvo en su día una letra que decía: “adelante hombre del 600, la carretera nacional es tuya”. Yo, que tuve la suerte de heredar un Seat 600 de mi hermano mayor, con el número 8225 de Cuenca, me crecía al volante cuando los ocupantes de mi pequeño utilitario entonaban el estribillo de “la carretera nacional es tuya”.
Antes de que llegara la Alta Velocidad, el Talgo nos parecía un lujo, entre otras cosas, porque tampoco estaba al alcance de muchos. El tren Rápido – como así se llamaba aquel convoy – podía tardar alrededor de 12 horas entre Madrid y Barcelona. Y el “Expreso”, que era todavía más lento, algunas horas más. En aquellos desplazamientos por ferrocarril había tiempo para entablar una amistad, compartir unos bocadillos o unas pastas y leer una novela desde el principio hasta el final. En mi época de universitario, cogía el Ferrobús algún domingo por la tarde y aprovechaba el viaje, si no coincidía con amigos, para repasar los apuntes y preparar algún examen. En ese mismo tren de gasoil entablé a principios de los ochenta una conversación amena y distendida con una joven seguntina con la que algunos años después compartiría el viaje de mi vida.
Pero aquellos viajes en trenes de cercanías, regionales, de media distancia o de largo recorrido – noches en tren de Madrid a Sevilla, cuando hice el servicio militar a orillas del Guadalquivir – no fueron mi única experiencia ferroviaria. También trabajé un verano en la construcción de la doble vía que se hizo entre Sigüenza y Torralba, porque había que ahorrar de cara al invierno. Mientras descargábamos traviesas de las vagonetas, comprendí que las comunicaciones terrestres no son posibles sin importantes inversiones económicas y humanas.
En mis primeros viajes en el AVE Madrid-Sevilla, recordaba las noches enteras en el “Rápido” (año 1980), con paradas en todas las estaciones de su recorrido, y me parecía una broma. Me costaba asimilar que el mismo trayecto pudiera hacerse doce años después en apenas dos horas y media. Era otro mundo. Eso sí, para viajar en aquellos trenes verde oliva de larga distancia no era necesario reservar billete, ni pasar controles de seguridad.
En aquel “Rápido”, tan empeñado en no hacer honor a su nombre, la única seguridad posible es que sabías, más o menos, cuando salías de la estación de Atocha, pero difícilmente a qué hora llegabas. En varias ocasiones tuve que reclamar un justificante para que no me cayera un arresto al entrar por la puerta de la Capitanía de Sevilla, donde estuve un año sirviendo a la patria.
Compañero de muchos viajes - y de no pocos sueños -, el tren siempre ocupará un lugar entrañable en mi memoria. Difícilmente podré olvidar un viaje de Barcelona a Madrid con un billete que, por problemas de liquidez, solo me alcanzaba hasta Calatayud. A mí y a un amigo canario, con el que había pasado unos días en Barcelona. Nos bajamos en la ciudad aragonesa por una puerta y volvimos a subirnos por otra, y cada vez que veíamos aparecer de lejos la gorra del revisor, cambiábamos de vagón o nos metíamos en un baño. Es posible que nos viera correr de un lado a otro y se hiciera el despistado, que se compadeciera de nosotros, pero aquel final de trayecto lo vivimos de forma intensa y apasionante.
Esa fue una de las peripecias que viví en aquellos trenes que ya son historia. Los viajes en el AVE son ya otra cosa. En los Trenes de Alta Velocidad no hay margen para la aventura, salvo que te la cuente por el móvil algún pesado pasajero del asiento de al lado. Los trenes de ahora – salvo los pocos que van quedando en líneas regionales y de media distancia – reducen enormemente el tiempo en los desplazamientos y facilitan la interconexión entre dos puntos muy distantes. Sin embargo, también dificultan la comunicación entre los viajeros. No hay tiempo para nada. Ni para compartir un bocadillo o algunas pastas.
En estos tiempos que corren, cada vez más deprisa, conviene no perder la perspectiva. Hay que pararse un momento y contemplar en la distancia las viejas locomotoras, expulsando chorros de humo blanco por la chimenea, y recordar aquellos trenes destartalados, con vagones descoloridos por el paso del tiempo y asientos de eskay, con olor a tortilla de patata y a colonia barata.
“Papá ven en tren” decía el anuncio de Renfe en los años setenta.