Aunque llegan las bullangueras fiestas de mi barrio, que es San Roque (¿O debería decir carretera estatal 666?) y hace casi un mes que pasaron las jornadas medievales, no me resisto a comentarlas.
Si miramos este evento veraniego con ojos de turista, lo primero que llama la atención es la gran cantidad de personal dispuesto a participar: familias enteras, jóvenes y viejos, chiquillos, bebés, todos ambientados con una visión de lo medieval sumamente “auténtica”, no tanto en el sentido histórico como en la forma de interpretar lo medieval en nuestra época, que es lo verdaderamente real, pues la historia cambia en cada momento su visión del pasado, y así hoy tenemos una Edad Media de dragones, chicas arqueras, reyes de la baraja, afroamericanos, celtas y vikingos de plataforma mediática o videojuegos.
El caso es que había mucha, mucha gente dispuesta a divertirse, tomando la nebulosa historia de Doña Blanca, su malvado esposo y la prisión en el castillo episcopal como pretexto para soltarse el pelo, beber cerveza en cuerno, pasearse con tocados de rollo, caperuzas, briales o armaduras de fieltro u hojalata, comer con los dedos, comprar jabones que nunca se vieron por aquellos tiempos, bailar con guirnaldas en la cabeza o con un yelmo de plástico razonablemente imitado, blandir largas espadas y hachas enormes con las que, como mucho, puedes darte un golpe en los espinilla. Tengo que confesar que me dan mucha envidia los miembros de la Asociación medieval Seguntina, fundadores del invento allá por 1999, pues quisiera ir vestida de Doña Aldonza o Doña Brianda, con terciopelos recamados y alta toca, aunque se me pasa al ver el calor que hace, y pienso que quizás sea mejor ser moza de mesón, que están más fresquitas.
No pueden faltar la llegada al castillo y su posterior escalada/rescate, inventado pero espectacular, con las piedras de guardarropía volando, el cortejo real, los torneos y los bailes al son de la dulzaina, esa dulce voz castellana que habla de romerías alegres y mocerío en flor.
Los tenderetes recorren los pueblos, sembrando de “medievalidad” las tierras de la Alcarria, con esa mezcla de regusto hippy nunca pasada de moda porque nunca lo estuvo.
Comestibles regionales, productos esotéricos, mucha bebida, barbacoas, bocatas, empanadas, quesos enteros, cerámica, trabajos en madera, joyería y vestimenta, echadoras de cartas, la exposición de rapaces indispensable o el callado artista que puede miniarte el escudo de tus antepasados (o el que te dé la gana).
Sus toldos en las calles forman un déjà vu, pero se esperan cada año, como Bécquer esperaba sus empalagosas golondrinas, y se han apreciado mucho más después de esa llaga- la pandemia- que se ha abierto en los corazones y que sólo puede curarse con el contacto humano y la alegría del reencuentro.
Quizás un purista académico llegue un día cual inquisidor enfurecido y se ponga a dar lecciones de ortodoxia sobre lo que era y lo que no era la Edad Media, cómo se vestía y cómo no, qué se comía y qué no se vio nunca en las cocinas, pero eso sería una catástrofe, capaz de arrebatar el verdadero sentido de este jolgorio tan confuso y, por tanto, tan de nave de los locos, que eso sí que resulta muy medieval.
En realidad, la veracidad importa a medias, cumplido lo básico, porque se trata de una decisión global de volver al pasado, un pasado reinventado, donde se danza al son de una canción paralitúrgica sefardí o suena un rock más o menos duro. Y eso es lo que resulta mágico, pues el espectador advierte que se ha formado un nexo entre los participantes, como si fueran un enjambre que se mueve al unísono.
Y, luego, al declinar la tarde, llegan las brujas. Divertidas, personales, capaces de poner en pie a la audiencia con sus conjuros inocentes y el agua de la Fuente de los Cuatro Caños. Quizás estén entre ellas brujas profesionales venidas de la no lejana Barahona, aquellas que avivaron el sentido irónico de Moratín y que pudieron inspirar a Goya.
En todo caso, estas brujas modernas medio góticas, medio profesoras de Harry Potter, o bien las clásicas de escoba y gorro puntiagudo, son brujas enredadoras y deslenguadas que saben muy bien lo que quieren.
Las ánimas, aquellas olvidadas en la casa de ceniza, también están presentes, bailongas por una noche, y poco sufridoras, incluyendo la Parca, que va de fiestera. Como telón de fondo a esta demoníaca algarabía, una luna a medias ilumina la ciudad, constelada de velas y luminarias.
Pienso en la prisionera, Doña Blanca, tan remilgada y dulce, con sus lujosas pieles, sus brocados y sus espléndidos sombreros enjoyados, obra de los más afamados artesanos de París, quizás algo ñoña por joven, y concluyo que tuvo suerte, quedándose en un lugar como Sigüenza, en vez de seguir los pasos de su irascible marido, por aquello de que el buey suelto bien se lame, aunque esté más o menos confinado.
En fin, que da gusto pasar un par de días entre la Historia de verdad y la fabricada por nosotros mismos, modificable a voluntad, aunque, por dar algún pellizco (eso sí, de monja y con merengue), este año se han echado de menos las sillas en la plaza, con el recital y las presentaciones que se han tenido que ver de pie o sentados en el frío suelo (ni en invierno ni en verano/pongas sobre la piedra el …) no ocupado por las mesas de las terrazas, pero, en todo caso, el cansancio valió la pena, con momentos tan divertidos como la aparición del perrito de lanas revestido de símbolos heráldicos y poco amigo de los cables, o el entusiasmo del público ante los conjuros de amor.
Letizia Arbeteta Mira