En 1945 finaliza la Segunda Guerra Mundial, dejando tras de sí una cifra de víctimas cuya magnitud hoy todavía se desconoce en su totalidad. Aparecen estudios que llegan a extender la cifra hasta los cien millones de víctimas, si bien existe una cierta unanimidad entre los expertos en reducirla a una cantidad que oscilaría entre los cincuenta y sesenta millones. Todavía hoy, setenta y cinco años después, asusta el comprobar que la mayoría de esas víctimas lo fueron fuera del campo de batalla, en los bombardeos a las diversas poblaciones por parte de unos y otros, y sobre todo en la retaguardia, en la represión de los ciudadanos y en los campos de concentración y exterminio, en los que la vida valía menos que una cerilla. Y de ellos, seis millones son los judíos asesinados por el fanatismo antisemita nazi… y no tan sólo alemán, puesto que el odio a esta raza era compartido en amplios sectores de la Europa del este, como Polonia o Ucrania, donde parte de la población los repudiaba. Y las preguntas que las generaciones que no vivieron aquello llevan tiempo formulándose es ¿por qué? Y ¿cómo fue posible? La periodista francoalemana Géraldine Schwarz se lo plantea, y a modo de respuesta en este magnífico libro nos presenta la historia de sus abuelos: pertenecían a esa clase de ciudadanos que una vez instalado Hitler en el poder, aceptan lo que les viene sin rechistar y aprovechándose de las ventajas que ello podría acarrearles, sin identificación ideológica, afiliándose tardíamente al partido por aprovechar esas oportunidades brindadas, como por ejemplo comprarle una empresa a un judío a un precio muy por debajo de su real valor a la vista del expolio que el gobierno llevaba a cabo. Todo ello sin experimentar el menor cargo de conciencia, naturalmente, a pesar de no tener nada en contra de aquella gente. Esta actitud pasiva, la de mirar para otro lado cuando se estaban cometiendo crímenes execrables y aprovecharse de las circunstancias favorables fue el caldo común de la población alemana, salvo escasísimas excepciones. Y tras la derrota, viene la amnesia: no se habla del tema, los alemanes no tienen culpa de nada y, en todo caso, ellos también han sufrido mucho con los ataques aliados. Se borra la memoria, se eximen culpas a los responsables de tanta atrocidad (incluso se les premia con cargos y apetecibles puestos de trabajo bien remunerados), y a otra cosa. Al igual que en otros países (Francia, Italia…) donde la colaboración con los nazis llegó al servilismo de entregar a los invasores ciudadanos nativos para su exterminio, la memoria (o la falta de ella) se unió a la hora de pasar página y así todo lo anterior, pelillos a la mar. De estos temas nos habla la escritora en estas páginas muy recomendables sobre todo en estos días donde parece que los viejos fantasmas del nacionalismo radical, el odio y el fanatismo político vuelven a campar por sus anchas en el continente. La memoria debe ser refrescada para evitar su oxidación.