En una de las librerías de la Cuesta de Moyano de Madrid me topé con unos curiosos facsímiles de libros antiguos, publicados por la editorial Maxtor (pueden adquirirse también por Internet). Merece mucho la pena echar una ojeada a su página web; la variedad de temas (deporte, defensa personal, cocina, jardinería, historia…) los hacen perfectos para regalo.
Entre ellos encontré un librito de 1871 titulado Vocabulario de disparates. Lleva el gracioso subtítulo Extranjerismos, barbarismos y demás corruptelas, pedanterías y desatinos introducidos en la lengua castellana […] Recopilados por Ana Oller, aspirante a miembro de todas las academias habidas y por haber. El verdadero autor del libro fue Francisco José Orellana (escritor y periodista, economista, historiador y editor), que solía utilizar ese pseudónimo, un anagrama de su apellido, en algunos de sus escritos.
En el Vocabulario de disparates, el autor recopila algunos errores de la lengua española (especialmente periodísticos y literarios) de aquellos tiempos, comentándolos con una socarronería de lo más divertida. Y me ha llamado poderosamente la atención (y me ha hecho pensar mucho en cómo se mueven los idiomas) que muchas palabras que hoy en día consideramos absolutamente normales, para el autor son horrores lingüísticos que deberían desaparecer para siempre.Saque cada cual sus propias conclusiones. En esta ocasión veremos únicamente las más llamativas:
«Amasar: Todos sabemos lo que significa amasar, y particularmente lo saben los panaderos, que amasan la harina, y los albañiles, que amasan el yeso. Pero hay “escribidores” que, tomando al oído el verbo francés amasser, nos hablan de amasar una fortuna. Amasser se traduce por acumular o amontonar riquezas, o lo que mejor les parezca.»
«Apetecer: Está muy en el orden que cada cual apetezca lo que más le guste; pero se comete un solemne disparate al hacer uso de este verbo en los términos siguientes: “¿Quieres melón? No me apetece”. Hablando así, serían los manjares los que apetecen, y las personas las apetecidas.»
«Marrón: esto es francés puro, y traducido al español se llama color castaño, o de castaña. Eso de “marrón” pasa de castaño oscuro.»
«Satén: si careciésemos de palabra en castellano, se podría perdonar este galicismo; pero teniendo raso, ¿qué necesidad hay?»
«Jugar: jugar un papel. Esto es jugar con la lengua castellana y empeñarse en afrancesarla neciamente. Sería representar, hacer, desempeñar.»
«Franquear: traducido de franchir. Por “pasar”, “traspasar”, “trasmontar”, “abrir” una puerta, etc. Desde luego se comprende que esto es una majadería.»
«Dictaminar: Vengan dos pesetas para premiar al inventor de esta palabra, que no está en el Diccionario.»
De modo que estamos avisados: en el siglo XIX, el autor apetecía rechazar palabras y usos que le parecían impropios del lenguaje; hoy, en cambio, muchas de esas mismas palabras han pasado a formar parte indisoluble del castellano, y a nadie le apetece utilizar las anteriores. Nunca sabemos por dónde terminarán yendo los derroteros de la lengua.