Estábamos en Jodhpur, al norte de La India, en un hotel, el Ajit Bawan Palace, que debió ser de mucho lujo en los años treinta, en esa época en la que solo viajaba la “nobleza” (aprovecho para decir que para mí alguien que obtuvo sus grandes posesiones de tierra por la fuerza, arrebatándoselas violentamente a sus dueños; o sus títulos, en compensación por favores prestados a los reyes, que en ocasiones lo eran por haber asesinado a sus oponentes, no me merecen la calificación de “nobles”. En mi opinión, las personas, entre otras, que merecen esa alta calificación son: esos padres y madres humildísimos, que con su sacrificio y esfuerzo, han conseguido dar estudios a sus hijos, que normalmente han aprovechado.
En el hotel había un extenso jardín con fuentes, cenadores, árboles exóticos, flores que daban agradables perfumes en la noche, y en la noche actuaban grupos de cuatro o cinco músicos indues y dos o tres bailarinas que se turnaban danzando con sus flexibles y ondulantes cuerpos al son de la música.
Habíamos acudido a Jodhpur, la capital del estado Rajasthan, porque en esos días en Rajasthan celebraban la fiesta del “Holi” (de la que hablaré otro día). Aparte de eso, nuestro plan era de Jodhpur hacer una salida, en un tren nocturno (siete horas de viaje), a Jaisalmer, una de las ciudades pequeñas más bellas del mundo, se la llama “la perla del desierto”, el desierto del Taj, muy cerca del Pakistán.
En la bulliciosa y atestada estación del ferrocarril, a las diez de la noche, embarcamos en un tren, tras las indicaciones del revisor, nos instalamos en un compartimento de seis literas, ocupamos la segunda y tercera más altas de uno de los lados; nos habían recomendado las personas que ocupaban las otras literas en nuestro departamento, mediante gestos e indicaciones que puesto que las ventanillas estaban medio abiertas y en las paradas y desde fuera podría alguien introducir la mano, que el dinero, pasaportes y cosas de valor las guardáramos debajo de nuestros cuerpos. Al poco rato vino el encargado de ese vagón para bajar las literas, ponernos sabanas y darnos mantas, todo ello entre sonrisas y atenciones de él y de los viajeros que nos acompañaban.
Arrancó el tren. Y después de desearnos las buenas noches con los compañeros del departamento, nos dispusimos a dormir.
Como a las tres de la mañana, en pleno sueño, unos gritos desgarrados y lloros de mujer se oyeron en el vagón que viajábamos, e inmediatamente saltaron de sus literas nuestros acompañantes de compartimento, a la vez que muchos viajeros del vagón corrían por el pasillo hablando fuerte y gesticulando. ¡No sabíamos lo que pasaba! Perplejos y asustados, nos bajamos de las literas tratando de averiguar algo; pronto supimos que un ladrón había arrebatado el dinero a una mujer y salió huyendo, pero el resto de viajeros “solidarios” habían colaborado para detener al ladrón y entregárselo a la policía del tren, que no tardó en aparecer, llevándoselo y tranquilizándonos a todos. Entre parabienes, subimos a nuestras literas y seguimos durmiendo
Por fin, cerca de las seis de la mañana, llegamos a la estación de Jaisalmer; el gentío y bullicio era épico, totalmente atestada de gente, decenas de personas trataban de coger nuestro equipaje, ofreciéndose, para llevarnos al hotel que representaban, del que decían con gestos que era el mejor…, nos costó mucho librarnos de ellos.
Jaisalmer, a todas horas resulta hermosa y sugerente: fuertes, palacios, templos Jaina, sus callejuelas conservan el sabor de esa India, que nos ha hecho soñar. Nos alojamos en un pequeño y precioso hotel, que ya teníamos reservado, en la orilla del desierto. En él hicimos una excursión en camello, hasta la frontera con Pakistan.
Dos días después salimos en coche hacia Jodhpur donde se celebraban los días más importantes de la fiesta del “Holi”.