Sería el año 1995. Ya estaba creada la Federación Rusa, la inflación era importante y había una tremenda escasez de recursos en el país.
Había ido a Rusia, porque tenía posibilidades de negocio con algunas empresas madereras en el sur del país, en las proximidades de Krasnodar, cerca del mar Negro, donde existen bosques en los que predominan los robles.
Estaba en Moscú, donde esperaría tres días a dos intérpretes que me irían a acompañar en el viaje. Sufragados por la empresa de exportación rusa Exportles.
La temperatura era de treinta bajo cero, aunque los días eran claros y soleados e invitaban a conocer la capital.
Me lancé a la calle, y a utilizar el metro con el que podía acceder a los principales lugares que pensaba visitar. Bien merecida fama de bueno, tiene el metro de Moscu: la suntuosidad de muchas estaciones, amplias y limpias, en las que se pueden contemplar: esculturas, pinturas y antigüedades; las anchas escaleras de mármol, etc.
El frio que sentía en la calle, era tan intenso, que a pesar de ir con abrigo, sombrero, guantes, bufanda y zapatos gruesos, me era imposible permanecer ni siquiera media hora paseando y tenía que refugiarme en algún sitio (tienda, café o lo que fuera). Las aceras estaban cubiertas por una capa de hielo, que empleados del ayuntamiento se dedicaban a fragmentar golpeándola, empleando una barra de hierro con corte en la punta. Después de varios conatos de caídas, me enseñaron a andar sobre el hielo. Se trata de apoyar toda la planta del pie y no el talón primero (que es lo que hacemos) porque el “resbalón” es fijo y aunque haces gracia y se ríe todo el mundo, el culetazo...
Empleé esos días en visitar: La plaza Roja, el Kremlin, la Basílica-Catedral, las callecitas céntricas, donde en alguna placita y debido a la terrible crisis económica, muchas personas de edad avanzada (matrimonios mayores) se veían obligados a vender parte de sus pequeñas cosas de valor (piezas de marfil, fruteros de filigrana de plata, camafeos), para poder comer, pues no cobraban las pensiones. Yo compre algunas. Malditas “Crisis”. Aquí no llegaremos a eso.
Comía en algún restaurante la riquísima comida rusa, sobre todo la ensaladilla. Casi me salía gratis, me daban por un dólar veintitantos rublos y la comida me costaba con postre, bebida a elegir, café y copa: treinta o cuarenta rublos.
También me aficioné al ballet, fui en dos ocasiones al “Bolshoi”, mítico teatro de Moscú. Asombroso era ver a las muchachas moscovitas en minifalda y con medias transparentes, conversar en la calle, sin tener frio, mientras esperábamos que se abrieran las puertas del teatro, a mí que solo se me veían los ojos, de la ropa que llevaba, muerto de frio. El ballet, como expresión de arte, me parece “lo más”: música, la mejor; danza: la belleza de los movimientos de esos cuerpos entrenados hasta lo inverosímil; los decorados: pintados, las más de la veces, por los mejores artistas. Todo ello junto en un teatro que, de por sí es una maravilla.
Una noche, después del teatro, sobre las once, volviendo al hotel, la calle desierta, había andado unos 200 metros y me di cuenta de que un coche en el que iban varios hombres, se paraba a mi altura y mirándome hablaban y me señalaban. Yo iba vestido, como ya he dicho… el rescate que pedirían por mí seria suculento, se equivocaban. Antes de que pudieran reaccionar, me lance a correr con todas mis fuerzas hacia el hotel, que afortunadamente no estaba lejos.
Llegue y me sumergí en el acogedor y cálido vestíbulo del hotel.