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El tren cuyo trayecto es el más largo del mundo, ocho husos horarios (un huso horario equivale a mil kilómetros aproximadamente), empieza en Moscú y llega hasta el mar de Japón, después de un viaje de siete mil ochocientos kilómetros. Hice la mitad del recorrido en avión, volando sobre los montes Urales y los ríos siberianos que se cuentan entre los más grandes del mundo. Cruzando la Siberia de oeste a este, aterrice en Irkustk, ciudad grande cerca del lago Baikal.

Allí, me subí a El Transiberiano, junto con un grupo de españoles, que habíamos contratado el viaje con la empresa de turismo ruso Inturist.

El tren era muy largo: tenia vagones de segunda, con departamentos de cuatro literas, generalmente ocupados por ciudadanos rusos, en muchos iba la familia entera que se desplazaba entre las ciudades siberianas, que las hay muy grandes, con más de un millón de habitantes. Llevaban la comida que comían en el departamento. Al final de cada vagón se encontraba el lavabo y un gran “samovar” con agua caliente para el té. Y el consabido pasillo, para estirar las piernas y admirar el paisaje.

Nosotros íbamos en un vagón que ponía 1ª, los departamentos eran de dos literas, con un lavabo para cada dos departamentos. Una encargada del vagón bajaba y subía las literas, nos hacia la cama y nos avisaba la hora de acudir al vagón restaurante, lo más ”lujoso” del tren: alfombrado, con espejos, mesas para cuatro y amplias ventanas por las que discurría la gran llanura siberiana.

Los primeros quinientos kilómetros discurrieron a lo largo  del lago Baikal, que estaba descongelándose y descubriéndonos sus playas y riveras e inmensos trozos de hielo, en el viajaban, tomando el sol, jugetonas focas.

Dejamos el lago y el tren recorrió durante dos días la llanura siberiana haciendo muy pocas paradas, alguna por la noche, yo asomando solo la cabeza por la ventana incorporándome en la litera, para ver que era una pequeña estación desangelada y sin gente. Solo bajábamos del tren durante el día y en las que anunciaban, por ser una ciudad grande, una parada de media hora.

Había generalmente en la estación un mercadillo con ropa de abrigo, vodka, gallinas asadas y algún huevo cocido. Viajábamos un grupo de diez españoles, los únicos turistas en el tren.

Entre nosotros, venia una pareja en viaje de novio, él se llamaba Chema y sabia silbar igualito que la locomotora.Tan parecido que cuando, transcurrido tiempo en una parada, oíamos el silbido del tren avisando su salida y corriendo íbamos hacia la escalerilla del vagón, al llegar nos encontrábamos a Chema, silbando como el tren y partiéndose de risa.

Ediciones de La Plazuela - El Afilador

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