Estaba yo en Medellín (Colombia). Mi idea era ir a Panamá, pero aun estando tan cerca, no existía paso fronterizo por tierra entre los dos países, debido a que las relaciones no eran buenas como consecuencia de una guerra que habían sostenido entre ellos no hace muchos años por una parte de territorio. Podía volverme a Bogotá y por avión llegar a Ciudad de Panamá. Me pareció un poco aburrido, más aun cuando...
Indagando, me hablaron de un pueblo, Capurgana, a orilla del mar Caribe, de playas extraordinarias y en la misma frontera; y que desde allí, en lancha o en algún barco pesquero, había gente que llegaba a Panamá. También me dijeron que la guerrilla (Las FARC) estaban en esa sierra fronteriza selvática, El Darién.
Empujado por el paraíso anunciado del pueblecito y por lo excitante del paso a Panamá de forma un poco aventurera, me traslade en avión a Apartadó, ciudad a media hora de viaje. En la espera en el aeropuerto, conocí a una cooperante argentina, Gloria, que trabajaba en un poblado indígena, en la selva amazónica, y me faltó poco para (hacer un paréntesis en mi viaje) y acompañarla. Tal era su personalidad y hasta tal punto me impactó.
Desde allí, en coche alquilado, junto con más gente, fui a Turbo, ciudad a la orilla del mar Caribe.
Me sorprendió que toda la gente era de raza negra. Provenía, seguramente, de un inhumano barco de esclavo que, por lo que fuera, había dejado allí su triste y desgraciada carga y a pesar del tiempo transcurrido no se habían mezclado con blancos.
En altavoces repartidos por la ciudad, sonaba todo el día música, demasiado alta para mi gusto, todo el mundo era muy joven. Me alojé en un hotel en el que vivían chicas a las que iban a visitar con mucha frecuencia, lo supe después. Con lo que había un gran trasiego de gente por el día y por la noche.
Al día siguiente me acerque al puerto y en un cafetucho, a través de un intermediario, contrate a un “lanchero” que me iba a llevar a Capurgana, solo se podía llegar por el mar.
Embarcamos siete personas, navegábamos bordeando la costa del golfo del Darién, al cortar la ola la barca se empinaba mucho de proa y caía con gran golpe contra el mar y, gracias a una mujer embarazada que viajaba con nosotros, el barquero moderaba un poco la velocidad y el salto no era tan grande. Tras tres horas de suplicio, arribamos al pequeño puerto de Capurgana.
En el pueblo no estaba permitido circular a vehículos, solamente a un tractorcillo que recogía la basura a los vecinos y hacía algún otro trabajo comunal.
En la plaza se reunía la gente para bailar, tocar música, comer, y era raro el día en el que no había alguna fiesta .
Tenía un aeropuerto, cerrado al tráfico, y en la pequeña pista de aterrizaje se podían ver los restos de pequeños aviones que habían “capotado” al aterrizar.
La playa era de ensueño: el agua transparente, la arena blanca y los peces de colores se acercaban hasta la orilla. No éramos nunca más de ¡diez o doce personas contando los niños! y en el agua solo dos normalmente: yo y una chica, Sandra, que vivía a cincuenta metros en una preciosa casa de madera en la ladera. La casa era de un rico colombiano, y a esta señorita la contrataba para cuidar la casa y el jardín. Pidió autorización y me permitieron (previo pago de una cantidad) ocupar un espacio en la casa mientras estuve allí, que fueron cinco o seis días. Había en la playa un “chiringito” donde se podía comer langosta recién pescada, guisada a la manera de allí. Al revivir todo esto me están entrando ganas de volver a aquel lugar .
Me informé de la manera de ir a Panamá: había barcos pesqueros que accedían a llevarme, pero no eran de mucha confianza, sí lo era una lancha grande que me acercaría hasta una isla pequeña mar adentro, propiedad de un pueblo indígena y regentada por ellos, y de la que volaba a Ciudad de Panamá (la capital) un avión cuando había pasaje suficiente.
La lancha la ocupamos, después de recoger gente en varios pueblecitos costeros, catorce personas, e iniciamos una travesía de seis horas. La lancha volaba sobre al agua (resulta que cuanto más velocidad llevaba, menos gasolina gastaba porque tocaba menos en el agua), con que los golpetazos que daba al caer de panza contra el mar nos hacían peligrar que algún viajero cayera al agua y que no se para a recogernos, que nadie se enterara de nuestra desaparición, por no figurar en ninguna lista de pasajeros, ni saberlo nadie, ni cristo que lo fundó. Nos agarrábamos con fiereza: a la borda, al remo cercano, a las tablas, a lo que fuera, para no caer al agua. Creo que no he estado nunca tan cerca de fenecer .
Llegamos por ventura a la isla, chorreando agua, sal en las pestañas y la boca, a parlamentar con el jefe indígena para que nos hiciera un hueco en el avión viejo y destartalado, cayéndose a pedazos, que teníamos delante a pocos metros. Tuvimos suerte y cupimos los catorce justo. Seguirá...