En algunos viajes iba acompañado. En este caso, nos encontrábamos en el aeropuerto de Barajas esperando en la cola para embarcar rumbo a Santo Domingo, capital de la Republica Dominicana, entre unas veinte personas delante de nosotros. Así estábamos cuando vi a una muchacha, sola, llorando, cerca del mostrador de embarque. Cediendo a un impulso me acerqué a ella y le pregunté por qué lloraba. Me dijo que con el billete que le habían vendido solo podía facturar unos pocos kilos de equipaje, su maleta pesaba más, llevaba cosas para su familia, tenía que pagar más dinero (que no tenia) o dejar parte de lo que contenía la maleta, y por eso lloraba.
Inmediatamente, le dimos el dinero que le faltaba, ¡hasta ahí podían llegar las cosas!
Durante el vuelo la muchacha nos buscó en el muy grande avión en que viajábamos y nos dio en un papel apuntada la dirección de su casa en Santo Domingo y nos rogó que el día que nos ponía (unos días después) fuéramos a visitarla.
Ya en la capital dominicana llegó el día señalado, cogimos un taxi y le dimos la dirección apuntada en el papel para que nos llevara.
Asintió el taxista, y, arrancando su coche, nos pusimos en marcha.
Nos alejábamos del centro circulando ya por los suburbios, un poco más tarde por los suburbios de los suburbios y después entre un conglomerado de casas con tejados de chapa y sin calles definidas.
Con agradable sorpresa vi como la gente que se movía por el barrio eran personas, en general, bien vestidas, sobre todo las mujeres llamaban la atención. Se adivinaba que venían o iban a trabajar al centro de la ciudad a desempeñar funciones propias de una persona preparada. No importa demasiado que las casas estén mal hechas porque el clima es benigno. Aunque en caso de ciclón o maremoto no queda una en pie.
Eso mismo percibí, años después, en la “favela” frente a Copacabana en Rio de Janeiro. Por muy mala fama que tienen las favelas, las habitan buenas gentes, en general. Es verdad que las “mafias” amedrentan con asesinatos, secuestros, extorsiones, etc. Y las personas lo sufren .
Eso lo he comprobado yo “in situ”, hablando “en la intimidad” con ellos en “favelo” (creo que es el idioma de las favelas) aunque no estoy muy seguro.
Con mucha paciencia el taxista preguntando mil veces, al fín conseguimos dar con el domicilio de la chica. Nos apeamos, llamamos a la puerta, nos abrió las chica con su madre, sonriendo las dos.
Dentro nos esperaba la familia: una hermana y dos hermanos con sus mujeres y niños. Todos sonrientes, y simpatía y cariño en los ojos.
La casa era humilde pero limpia como los “chorros del oro” y adornada de flores. El suelo liso de cemento pero fregado y requetefregado, se podían comer “sopas” en el. En el centro de la sala una mesa larga con un mantel limpio cubriéndola y todo listo para comer. ¡Nos invitaban!
Nos obsequiaron con un “zancocho” (que es parecido al cocido nuestro) de lo más surtido y completo que imaginarse pueda. Ni el mismísimo “Zalacaín” lo podría superar.
La familia se deshacía agradeciéndonos el gesto. La despedida entrañable.
Tarde ya, uno de los hermanos en su coche nos devolvió al hotel.