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Fue llegar la posmodernidad y venirse abajo el campo y casi todas sus cosas de comer y volar. Ni siquiera los tábanos, como los tomates, son ya lo que eran. Historias para no dormir, imaginan los jovenzuelos de la era digital cuando oyen estas cosas. “Para viejos los de ahora y para jóvenes los de antes” (siempre se ha dicho). Pero son aquéllos, los más vividos, los que mejor lo cuentan: que en remotísimas décadas, pongamos media docena, subirse a las eras o a las dehesas boyales era como irse a la taiga siberiana en agosto, pero con tábanos en lugar de mosquitos: una carnicería de mandíbulas dípteras ávidas de sangre humana. Un cuento de terror, en fin, tan del gusto de esta vampírica y mediocre contemporaneidad: oportunidades literarias y fílmicas perdidas, también se podría pensar así.

Hasta el punto era un horror lo de los tábanos que muchos evitaban ir durante las horas del día a esos lugares infestados de seres hexápodos y hematófagos, esperando a la noche para realizar sus labores. Y es que los imponentes ojos semiesféricos de los alienígenas succionadores, teselados en amarillo, verde, rojo, azul, capaces de detectar la sombra de una víctima en cuanto se proyecta sobre el prado, cuando llega la noche son poco útiles: el elemento básico del ojo compuesto es bastante ineficaz si no hay buena luz, y por mucho que lo repitamos hasta la saciedad formando un ojo voluminoso poco vamos a conseguir: la suma de cosas de escasa utilidad nunca ha dado por resultado algo reseñable, y si no que se lo digan a alguna entidad bancaria patria, con perdón.

Los a medio camino entre unos y otros, es decir, los hijos del “baby boom” o por ahí, todavía recordamos las praderas de Valdelagua (alguna vez serían praderas, imaginamos de paso) o el pinar de Barbatona en el día de la romería mucho más poblados que hoy de estos artrópodos tan simpáticos: nos ponemos en el lugar de los abuelos, por tanto. Hay quien dice que la falta de caballerías y ganado de tiro está en la raíz del declive tabanero: al fin y al cabo, un burro es un estupendo almacén de sangre con patas. Pero cuando mi generación llegó, el ganado de tiro ya había desaparecido prácticamente de las dehesas y todavía había bastante tabaneo en ellas.

En los primeros sesenta, Rachel Carson, zoóloga americana, publicó “La primavera silenciosa”. Eran los años en los que el DDT todavía era un peligroso veneno empleado en el campo y el libro pintaba un futuro en el que las campiñas, despobladas de insectos y con los cuerpos de los supervivientes convertidos en bombas tóxicas, quedarían envenenadas desde la base hasta la cúpula de las cadenas tróficas: primaveras sin el canto de los pájaros, por tanto. El DDT se prohibió pronto, pero productos nuevos acabaron por reemplazarlo y, aunque más tolerables, el efecto predicho se produjo. Recuerdo perfectamente, en los barrios apartados de Sigüenza, en los setenta o por ahí, cómo proliferaban en las farolas nocturnas insectos de todos los tamaños y colores atraídos por la luz en las noches sin luna. Y los pájaros, en las vegas intensamente cultivadas de nuestros pueblos, evidentemente ya no son tampoco lo que eran. Son recuerdos dentro de una sola vida humana, lo cuál nos da la medida de la velocidad a la que estamos introduciendo cambios en la biosfera, aparentemente imperceptibles porque son paulatinos, pero no tanto si hacemos memoria.

El tábano, los tábanos ya que hay (o había) casi cien especies en nuestro país, no son más que el canario en la mina. Con ellos, van las mariposas, los escarabajos, los caracoles, las ranas, los pájaros, ¿nuestra salud?,… El otro día vi uno en el Alto Tajo, en zonas con poco cultivo (Sierra Molina): como será el asunto para que hasta llame la atención verlos. Cosas de la posmodernidad, sin prisa pero sin pausa nos hemos ido quedando sin tomates, sin huevos de granja y sin queso sin pasteurizar (los garbanzos, en la olla a presión). Y sin tábanos: con los buenos picotazos que daban.

Viñeta

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