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Ahora se habla mucho sobre innovaciones en el turismo: se inventan trenes medievales, autobuses del Quijote, se alquilan quads y todoterrenos, se montan historias de todo tipo. Propongo una idea, totalmente distinta: un viaje en un Peugeot normal y corriente, de copiloto, acompañando a una cartera rural en su ruta diaria.  

Un día esplendido y muy frío. El coche, por si acaso, lleva los neumáticos de invierno. La gasolina y una parte del seguro lo paga la empresa, Correos de España. Pero el coche es propio de Elena, es su medio casa medio oficina, en los asientos traseros están las cajas con las cartas, clasificadas por pueblos. El correo viene a Sigüenza desde Guadalajara en una furgoneta a eso de las 7 de la mañana. Ya la está esperando la gente de correos: los que atienden luego en la oficina, dos carteras que distribuyen las cartas por Sigüenza y seis carteros rurales, dos con algo de reparto también por Sigüenza y uno con reparto también en Atienza, donde se suman otros dos carteros rurales que reparten por la sierra. Sus rutas abarcan las comarcas de Sigüenza, Atienza y sus sierras, Alcolea del Pinar, Anguita, Luzaga, Torremocha del Pinar… Todos juntos clasifican las cartas, los certificados y los paquetes traídos desde Guadalajara. Alrededor de las 9 de la mañana seis carteros rurales ponen en marcha sus coches.

Nosotros vamos camino a Saúca. Barbatona también pertenece a la ruta pero Elena lo deja para la vuelta, “es todavía temprano, tampoco quiero despertar a nadie”. Gran parte de los envíos son cartas certificadas, no se pueden dejar sin más en el buzón, el destinatario tiene que firmar para asegurar al remitente su recepción. “Creo que los certificados y paquetes son los que mantienen el oficio, cartas normales cada vez hay menos”. Pero certificados sí que hay muchos (yo no había pensado que hubiera tantos): Hacienda, Sescam, DGT, Consejerías y otras instituciones y en algunos casos también cartas personales… Y aquí empieza lo que habitualmente asociamos con el adjetivo “rural”, sea el médico rural, el párroco rural o la cartera rural, y es, en primer lugar, el trato simple y de confianza con la gente. Se para a una joven en medio de una calle vacía y se le entrega un certificado para su padre (acompañado todo por una conversación sobre la salud de éste); otro certificado se firma “en calidad de vecina” (“¿Se puede?”, se preocupa la firmante. “Se puede”, la tranquiliza la cartera), la destinataria ahora mismo no está. Un lío muy complicado se monta con la búsqueda de otra destinataria, y lleva ya varios días con este problema. Pregunta por ella a un vecino del mismo apellido. No la conoce pero, muy dispuesto, llama desde el móvil para preguntar a alguien, pero a aquel tampoco le suena. Se pregunta en la panadería, se pregunta en el Ayuntamiento… “Puede ser la madre de fulanito…”, “Puede ser tal, pero esta se murió hace tiempo…” Miro la carta y veo allí la dirección escrita con letras bonitas. “¿Por qué preguntas si aquí ponen la calle y todo?”, le pregunto a Elena. “Es que en esa calle las casas no están numeradas, y además se mezcla con otra calle”… Por ahora no se ha encontrado la huella. Un cartero rural tampoco es Sherlock Holmes. Elena ya entiende de entresijos de vecindad casi como si fuera nativa de cada uno de estos pueblos. También es verdad que no es precisamente una zona superpoblada. Tal vez para algún vecino un breve intercambio de saludos con la cartera son las únicas palabras que dice en todo el día. Muchos kilómetros y poca gente –y cada uno es un personaje– es otra característica de lo “rural”.

A Elena le asombra lo abierta que es esta gente. “Es curioso que habitualmente son muy cerrados con los ajenos, lo sé por mis amigos que se han ido a vivir a los pueblos. Y sin embargo, no sé por qué, con la cartera son muy diferentes. Enseguida empiezan a contarte cosas muy personales, pero tú no eres nadie para ellos, sólo la cartera…”, se encoge de hombros.

Ya lo comprobé cuando “entregamos” (entregó Elena, yo voy de “turista”) el correo a la dueña del bar “Pascual” en Luzaga. Una inocente pregunta a la dueña sobre el nombre del bar resultó ser desencadenante. Raquel nos cuenta una curiosa historia de su familia (el bar pertenecía ya a su bisabuelo), donde en cada generación había su Gumersindo correspondiente hasta que en una generación ya reciente los padres se negaron a dar este nombre a su hijo y, para apaciguar el descontento de los parientes, llamaron Gúmer al perro.  Empezamos a hablar de los nombres, Elena cuenta que el nombre más imaginativo que ha encontrado en su práctica de cartera ha sido Candela Iluminada. A  Raquel eso no la impresiona: “¡En el pueblo tenemos tres Iluminadas!” El bar está vacío a esa hora matutina. Raquel nos obsequia con café y bollos, Elena al principio se resiste pero al fin y al cabo estamos en fiestas, y además en la calle hace un frío que pela… Los certificados y las cartas de bancos aparte, en este bar me convierto en testigo de lo más esencial del oficio de cartero. Raquel recibe una carta de su prima, y en el sobre descubre una hoja seca de plátano, la breve carta está escrita directamente en la hoja, seguro que es una felicitación. Raquel se alegra mucho, nos cuenta que su prima está pasando por un momento duro de su vida, sufrió una operación y parece que se recupera…

Tenemos que despedirnos porque hay muchas cartas para llevar. Elena tiene que calcular bien su ruta y tener en cuenta muchas  circunstancias para que le dé tiempo a llegar a todos los pueblos. El límite de su jornada es el cierre de la oficina de Correos de Sigüenza: hay que meter en el ordenador la información sobre las cartas certificadas y los paquetes entregados, ajustar las cuentas y devolver las cartas que no se han podido entregar.  

Otra parte del trabajo es, al revés, recoger cartas. Algunos buzones casi no vale la pena ni abrirlos, están crónicamente vacíos. En otros, la “cosecha” es bastante escasa. (Pero piense en el valor de cada una de estas cartas, seguramente escrita a mano y seguramente de las personas más queridas.) “…Me pidió el párroco que te dijera que se le acabaron los sellos”, dice a Elena la vendedora de un pequeño supermercado en uno de los pueblos. Los sellos la gente los compra en Sigüenza (en general, “no había pensado que la gente de estos pueblos fuera tanto a Sigüenza”, dice Elena). Cuando no tienen sellos, piden a la cartera que mande la carta y luego le devuelven el dinero. O hacen incluso así: Elena saca de un buzón de correos varias cartas para enviar, y en una de ellas con papel celo están pegados un par de euros… También  le piden a la cartera enviar, a nombre de ellos, algún paquete. Hablando de paquetes, Elena me comenta que hay incluso en su ruta una pequeña empresa de artesanía que manda pedidos hechos por internet. “Y también hay gente que compra por internet”, me dice. “¿Jóvenes?” – “No creas. Mayores también, bueno, no mayores – mayores pero de sesenta o setenta años sí”.

Nuestro coche se mete en recovecos de los pueblos donde apenas puede asomar su hocico. Elena conoce la cara de todos los buzones. Todos los buzones y todos los resquicios de las puertas por las que cabe una carta. No sé si por la noche sueña con eso. Me parece muy complicado encontrar todas esas direcciones. Elena se ríe: “Cuando empezaba tardaba muchísimo más que ahora y, sí, me pasaba las noches soñando con el reparto”. Lleva un fajo de mapas con un montón de marcas y listados de nombres pero ya apenas necesita echarles un vistazo. Cuando empezaba en esta circular, el mes de septiembre pasado, hizo el recorrido durante toda una mañana de sábado desde bien temprano junto a una compañera, una chica que vive en un pueblo y hacía antes esa ruta. Elena está apuntada en la bolsa de empleo de Correos. La llamaron. No puede trabajar todos los meses del año por cuestiones de legalidad. Rotan diferentes personas apuntadas en la misma bolsa de empleo y que se encuentran en la misma situación. Por un lado, todos estamos a favor de trabajos fijos. Por otro lado, a lo mejor, cuando no hay trabajo para todos, puede ser que turnarse sea una salida. En cualquier caso, el trabajo de los carteros rurales va más bien mermando. Dos de las rutas rurales de los carteros de Sigüenza son plazas sin personal fijo. Los carteros que las habían llevado se jubilaron, y por el momento no se han sacado a oposición. Algunas rutas, además, las juntan. ¿Está el cartero rural en la ruta de la extinción?

En todo el día había momentos agradables  –paisajes trasparentes y soleados, gente amistosa– pero de relajación hubo tal vez sólo uno: ya al final del camino, en Anguita, observamos una enorme bandada de grullas. Para este caso en el coche de la cartera rural se encontraron incluso unos prismáticos.

Ediciones de La Plazuela - El Afilador

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