Cuando el Tonto apunta al cielo, el Sabio mira el dedo. Esto es así porque el Sabio —como sabe— no puede sino buscar lo que ya ha encontrado; da igual dónde apunte el Tonto, el Sabio siempre mira el dedo. El Tonto, como no sabe nada, o sabe tan sólo cuánto es lo que ignora — tantísimo—, ve siempre otras cosas y no se percata de que es su propio dedo el que apunta allí o allá; el Tonto se siente menos que el resto y se maravilla siempre con lo otro y lo señala con el dedo: no se da cuenta que el que señala es él. Espera el Tonto que el Sabio mire lo que él señala, incluso que lo vea, pero el Sabio insiste en centrarse en su dedo, y en afearle al Tonto su conducta, en decirle que es tonto, en hablar sobre él. El Tonto entiende a medias, como siempre, y duda de lo que cree y cree en lo que duda y se hace un lío: él quería hablar de lo otro, no de sí mismo. El Sabio en cambio habla de sí, dice siempre yo, yo siempre; yo otorgo, yo quito. Por eso para él el otro siempre es uno, siempre es algo ya sabido. El sabio precisa viajar muy lejos para encontrar al otro, el Tonto encuentra al otro por cualquier lado.
El Sabio ha trazado la linea, sabe las fronteras, las demarcaciones, las denominaciones, ha viajado lejos. El Tonto por su parte no tiene claras las delimitaciones ni las fronteras y basta que le pinten la raya, que le pongan la linea, para que él pruebe a ver si puede saltarse o borrarse e insiste en lo otro: yo no, eso, eso otro. El Sabio piensa que el Tonto es tonto; bueno, lo sabe. El Tonto duda que el Sabio sea sabio, o que sólo sea eso, o que en verdad sea algo o que no pueda ser otra cosa, y se pierde y durante un rato cree - aunque también cree que igual no es cierto – que las palabras no son más que ficciones, que el silencio de lo otro se rompe cuando se nombra, que él mismo también es otro y no puede saberse a sí mismo y que está ahí y aquí lo posible, lo que no es, en todos lados, que de pronto brilla aunque pronto se vuelva a apagar bajo la sombra de la razón que las palabras que sabe el Sabio extienden sobre lo posible - como se marchitan las flores de ese ramo que ella acaba de cortar. Y cree que es inevitable —aunque tal vez no— que el brillo y la vida se apaguen pero que merece la pena intentarlo aunque sólo sea por ver el brillo una vez más, por sentir la vida siquiera un instante. El Sabio dice — el ramo es el ramo, la vida es la vida, ella es ella, yo soy yo y tú eres tonto; el brillo y la sombra son solo en función de la luz, y la luz es la luz que yo la he visto. El Tonto piensa que ella podría ser el ramo o también el ramo, que el ramo podía ser él ,y él y ella la vida, y que la luz es el ojo, pero no está seguro. El Sabio dice — yo estoy contra ti, porque estás contra ella y el ramo. El Tonto se apena, porque también en el Sabio —que no es sabio o solo sabio—, ha entrevisto el brillo y sentido el pulso de la vida, como en ella y en el ramo, como en él.
El Sabio es su texto, el tonto quiere ser voz. El Sabio nombra, juzga, sentencia — luego recibe los aplausos, el Sabio siempre se escribe para su público. El Tonto apunta al cielo — hace mutis por el foro y busca a alguien —a otro – a quien escuchar.
Cae el telón.