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Siete años, entre 1968 y 1975, pasé en sus aulas, abiertas por primera vez a los chavales de Sigüenza y su comarca hace cincuenta años - desde primero de Bachillerato Elemental hasta COU, pasando por el Bachillerato Superior -, pero tengo la sensación de que no fueron tantos. Probablemente sea que se me pasaron demasiado rápido.

Equipo de baloncesto femenino del Instituto. 1970. La foto está tomada en el patio de deportes de La SAFA. Jugaban un torneo entre el Instituto, las Ursulinas y el Colegio de San José.

Volver la mirada a aquel reciento, franqueado por una valla de ladrillo rojo, con Los Manantiales al Este y las Huerta del Ochoa al Oeste, es como mirarte en un espejo empañado por la niebla, en el que, de pronto, aparecen historias y anécdotas protagonizadas por compañeros y profesores a los que me cuesta, después de tanto tiempo transcurrido, poner nombres y caras. Sin embargo, de mi vieja cartera verde oliva, donde compartían espacio los libros de texto y los bocadillos – pues en los primeros cursos hacía la ruta en coche de línea desde mi pueblo y comía en el Instituto – he conseguido rescatar algunas historias con las que espero no aburrirles.

Don Dionisio de la Morena, sacerdote hasta que años después decidió dejar de serlo, fue mi primer profesor de Matemáticas. Inteligente y ameno, explicaba las Matemáticas de tal forma que, de haber seguido más tiempo con nosotros, seguramente que muchos de sus alumnos no hubiéramos optado por la rama de letras. “¡Pero hombre de Dios…!” era una de sus expresiones más frecuentes a la hora de recriminar  a quien cometía algún error de bulto cuando lo sacaba a la pizarra.

Su perfil como docente, incluida su pronunciada y brillante calvicie, chocaba con la personalidad y las maneras de su sustituto, Don Ginés, hombre de mucho carácter, que lo mismo escribía con la mano derecha que con la izquierda, y que presumía de tener sobre los hombros una voluminosa cabeza. La testa más grande de la comarca. Tanto es así que en una de las clases sacó un metro del cajón y pidió a un compañero – creo que era Felipe Sanz –que le midiera públicamente su perímetro de mollera.

Hay anécdotas, como la mencionada, que no se olvidan fácilmente. Como tampoco se me ha olvidado la manera de puntuar del citado profesor: “a fulanito ponle ocho dieces y a menganito colócale seis ceros”. No existía el término medio, aunque luego la nota final de la asignatura tampoco tuviera en cuenta aquellas largas listas de dieces o de ceros. Una de las expresiones favoritas de Don Ginés era la de “burro, más que burro”.

En los últimos cursos – menos mal – tuvimos otro profesor de Matemáticas, Don Miguel Huerta, joven y competente, del que recuerdo algún castigo por hablar en la hora del estudio y también que en alguna ocasión llegué a comentarle que lo mío decididamente no iban a ser las ecuaciones matemáticas. La culpa, sin lugar a dudas, no la tenía él, sino Don Arturo, un profesor de Literatura de ideas progresistas con el que me aficioné a la lectura y a los comentarios de texto. Gracias a él descubrí mi vocación periodística.

Uno de los profesores más carismáticos durante mi etapa en el Instituto – entonces denominado Instituto Técnico de Enseñanza Media – fue Don Antonio Sevilla, profesor de Formación del Espíritu Nacional y de Gimnasia, además de Jefe Local de la Organización Juvenil Española (OJE), al que su entusiasmo por la Falange y su simpatía por el régimen franquista no le impedirían unos años después cambiar de chaqueta e incluso proclamarse demócrata convencido. Probablemente para curtirnos en la adversidad – sobre todo meteorológica –, nos sacaba a las ocho de la mañana al patio en pantalón corto para hacer la tabla de gimnasia.

Siguiendo la expresión latina “mens sana in corpore sano”, el deporte y la gimnasia eran disciplinas obligatorias. Fútbol en campo de tierra; balonmano, baloncesto y voleibol, en suelo de cemento, y algunas modalidades de atletismo al aire libre, como carreras de fondo, salto de altura, salto de longitud y triple salto en los aledaños. Para estas tres últimas modalidades disponíamos de un foso de arena, entre la cancha de baloncesto y el campo de fútbol, que no sé si seguirá existiendo. Pues bien, con Don Antonio Sevilla descubrimos – o mejor dicho, improvisamos - diferentes estilos a la hora de ejecutar los saltos de altura.

Él mandaba colocar el listón a una considerable altura y cada cual se las ingeniaba para sobrepasarlo como buenamente podía. Unos a tijera, otros a rodillo o cayendo de espaldas y algunos más saltando de cabeza y dando de bruces con la ídem en el compacto arenero.
Recuerdo que en esta última modalidad había un compañero de clase, creo que de un pueblo de la Sierra Norte, que superaba el listón con facilidad, lanzándose en plancha, como si se tirara a una piscina. No hubo manera de hacerle comprender que probara un estilo menos arriesgado, antes de que se partiera la crisma en una mala caída.

Otro profesor un tanto peculiar, a la vez que una gran persona, era Don José, conocido también por el sobrenombre de “pica-palos”. Daba clases de Filosofía, se trasladaba primero en bici y luego en Vespa, y tenía un gran conocimiento de temas relacionados con el psicoanálisis, la terapia de grupos y la interpretación de los sueños. Había, curiosamente, otro profesor en aquellos años – creo que de Latín y Griego - cuyo nombre era Don Joaquín, al que le adjudicamos el mote de – “pajarillo”. Espero que nos perdonen, por esos apelativos relacionados con el mundo de la naturaleza que teníamos tan cerca, aunque no hay norma sin excepción: Don Joaquín tenía otro hermano en el Centro, de nombre Don Juan, que impartía clases de Literatura, cuyo alias era, por razones que desconozco, “el putas”. Entonces no había mensajitos por el móvil, ni pizarras digitales o redes sociales. Todo era mucho más primario, directo y personal.

De aquel equipo de profesores que tanto esfuerzo dedicaron a nuestra formación, reconozco que siempre he sentido una especial debilidad por Don Manuel, profesor de Física y Química; Don Gregorio, que daba Geografía e Historia; Don Rafael, profesor de Religión, y Don Berna, que nos daba Dibujo y Trabajos Manuales. Don Manuel era entonces – y espero que lo siga siendo mucho tiempo – una persona entrañable. Lo recuerdo con su bata blanca, en el laboratorio, dispuesto a compartir experiencias y, si hacía falta, ya en los últimos cursos, algún chato de vino. Aunque yo no recuerdo haber sido testigo de este percance, un amigo de pupitre me cuenta que Don Manuel fue a sacudir en una ocasión el borrador de la pizarra por debajo de la ventana, con tan mala fortuna que un pájaro le dejó un recadito en la mano. La reacción de mi querido y entrañable profesor de Física y Química fue la siguiente: “Menos mal que Dios no creó a las vacas con alas”.

Don Gregorio, aunque sacerdote, tenía vocación de emprendedor y negociante. Se encargaba de gestionar las residencias de alumnos y alumnas, al mismo tiempo que daba clases, organizaba excursiones y visitas culturales o seleccionaba fósiles que luego mostraba en sus clases de historia. En los años ochenta, cuando yo trabajaba en el “Diario Ya”, me envió una carta desde Alicante ofreciéndose a elaborar los crucigramas del periódico, aprovechando que estaba retirado y no tenía otras ocupaciones en las que distraerse.
   
Debilidad, como digo, sentía también por Don Rafael, que luego sería párroco de Santa María y al que veo de vez en cuando por Guadalajara, con sus sonrisa inconfundible y las mismas ganas de ayudar siempre a quienes más lo necesitan. Y, debilidad siento por Don Berna, que nos enseñaba el manejo de lápices y pinceles. Todo ello, sin perder la paciencia y con la misma naturalidad y maestría que ponía a la hora de disecar animales. 

Cuando nos reunimos cada verano un grupo de exalumnos del Instituto, bromeamos con situaciones que serían imposibles de imaginar en la España de ahora. Sin embargo, la realidad de entonces no era en absoluto divertida. Ni tan fácil de digerir como la vemos ahora desde la distancia. Para casi todos nosotros, la disyuntiva estaba muy clara: hacer una carrera, aprender un oficio, o regresar al pueblo a trabajar en el campo.

No resulta tampoco fácil explicar a las nuevas generaciones que en el Instituto de mi infancia teníamos a un vigilante – guardia civil retirado – que imponía el orden y la disciplina dentro del edificio y en los patios. Se llamaba Don Máximo y todavía intento recordarlo poniendo orden en la entrada, con su pelo blanco y un pitillo en los labios.

Podría seguir llenando páginas de “La Plazuela” con batallitas y anécdotas, pero me limitaré a señalar tres momentos difíciles y delicados durante mi paso por el Instituto Técnico de Enseñanza Media. La más triste de todas tuvo lugar durante una excursión al pantano de Entrepeñas (Sacedón), en cuyas aguas perdió la vida Jesús Gonzalo, un chico de Luzaga, al que desde aquí quiero rendir un sentido homenaje. La vuelta de aquella excursión sin Jesús estuvo bañada de lágrimas.
   
Otra situación difícil, aunque se quedó solo en un susto, fue el día en que el coche de línea, por un fallo mecánico, se llevó por delante la barrera del tren, junto a la Estación de Sigüenza, y nos quedamos a tan sólo unos metros de la vía por la que en ese momento se acercaba un convoy.
   
Y, finalmente, para terminar con una sonrisa, les recordaré la “tarjeta roja” que me impuso la dirección del centro cuando abandoné el Instituto sin pedir permiso a nadie y salí corriendo al campo de fútbol de La Salceda, donde aquella mañana entrenaba el Valencia CF, con un objetivo muy claro: obtener un autógrafo de su entonces entrenador, Don Alfredo Di Stefano. Conseguí el objetivo, pero había espías en el campo, y al llegar de nuevo al Centro la autoridad competente estaba en la puerta esperándome con un autógrafo bastante menos agradable para mis padres.

¡Feliz aniversario!

Ediciones de La Plazuela - El Afilador

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