Lo que ocurrió en los años 50 y 60 es sobradamente conocido y no merece la pena volver a recordarlo. Sólo un par de apuntes: las puertas de madera de los pueblos –la mayoría de dos hojas horizontales– echaron los cierres, mientras en los extrarradios de las grandes ciudades se abrían otras de aluminio para acoger avalanchas de campesinos, mano de obra barata para las nuevas fábricas. Nadie reparó en las consecuencias que tendría para los pueblos el éxodo de toda aquella gente –algunos les llamaron de forma despectiva desertores del arado–, ni nadie pensó en el inevitable desequilibrio demográfico. Es más, la administración de entonces vio con agrado y simpatía aquella huida, aquel abandono masivo del campo. Es más, yo creo que lo alentaba.
Tampoco considero necesario insistir en la realidad actual de este problema, que se resume en unos cuantos datos: el 75% de la población española vive en áreas urbanas; la comarca de Molina de Aragón tenía en los años 50 del siglo pasado 33.000 habitantes y ahora apenas llega a los 8.000 habitantes, 1,63 personas por kilómetro cuadrado, con un 80% de ellos mayores de sesenta años. De los 288 municipios de la provincia de Guadalajara, sólo 30 de ellos superan los mil habitantes y 173 tienen menos de cien.
Este panorama desolador –agravado por el envejecimiento de los actuales pobladores de la España rural–, ha servido para reavivar el debate. Aunque pueda parecer un consuelo, el campo español vuelve a tener quien le escriba. El recuerdo de Miguel Delibes o de Azorín, afortunadamente, se hace más necesario que nunca: cada día aparecen libros y ensayos sobre un problema al que ningún gobierno –nacional, autonómico, provincial o local– ha querido hincarle el diente hasta ahora. Como señala en su libro, “La España vacía”, Sergio del Molino: “El campo está lleno de promesas incumplidas”.
Tampoco hay que irse muy lejos para comprobar la certeza de dicha afirmación. Basta con acercarse a Molina de Aragón –donde tuve la ocasión de participar el pasado 19 de julio en una mesa redonda organizada por el Centro Asociado de la UNED en Guadalajara– y tomar nota de los numerosos proyectos de desarrollo para la comarca que se fueron por el sumidero de un cambio de gobierno –autonómico o provincial, da lo mismo– o se metieron en un cajón después de las elecciones, una vez cumplido el objetivo.
Durante la mesa redonda celebrada en el Centro Cultural Santa María del Conde, con la presencia del alcalde de Molina y vicepresidente de la Diputación Provincial, Jesús Herranz, y del director de la UNED en Guadalajara, Jesús de Andrés, quedó meridianamente clara la magnitud del problema de la despoblación, pero mucho menos clara la solución más adecuada para evitar la catástrofe: cientos de pueblos desaparecidos y núcleos urbanos convertidos en pequeños parques temáticos abiertos sólo los fines de semana.
Después de escuchar atentamente el diagnóstico y las terapias recomendadas por el catedrático de Prehistoria, Francisco Burillo, promotor del proyecto “Serranía Celtibérica”, y por el profesor titular de Estructura Económica de la Universidad de Zaragoza, Luis Antonio Sáez, participantes en la mesa; después de preguntarles por las soluciones más viables para recuperar esos pueblos condenados a su desaparición, y después de conocer la opinión de quienes tomaron la palabra en el coloquio posterior, he llegado a la conclusión de que no hay una vocación política clara y decidida para frenar esta caída demográfica en el mundo rural. Y, sobre todo, que falta sensibilidad para afrontar, con realismo y desde el terreno, las circunstancias que impiden su recuperación.
Los pueblos se mueren porque nadie quiere vivir en ellos, aunque tengan mejores infraestructuras y condiciones de vida más confortables. El campo se queda desierto porque no puede ofrecer trabajos interesantes a familias jóvenes que estarían dispuestas a instalarse en algunas de sus casas. “Estamos en la UVI y pronto estaremos en el tanatorio. La única solución que yo veo –apuntaba el catedrático Francisco Burillo– es que se creen puestos de trabajo en esos pueblos que están a punto de desaparecer”
Sin embargo, el profesor Luis Antonio Sáez no tenía tan claro que sea esa la solución. “No es un problema económico – dijo –, sino un problema de motivación. Como se ha visto durante la crisis económica, los jóvenes no están dispuestos a volver al pueblo de sus padres, salvo para pasar las vacaciones o algún fin de semana”. También recordó Luis Antonio –autor de un interesante trabajo, junto a María Isabel Ayuda y Vicente Pinilla, titulado “Pasividad autonómica y activismo local frente a la despoblación en España”– que el problema de la desertización en las zonas del interior peninsular no es nuevo, sino que se arrastra desde hace siglos.
La inserción de nuevas familias en el medio rural no es fácil, como tampoco resulta fácil frenar la caída demográfica con rutas turísticas y otras iniciativas de carácter cultural y medioambiental. Mucho más eficaces serían, a juicio de los expertos, medidas económicas que lleven aparejadas la creación de incentivos fiscales y subvenciones a los emprendedores, como se ha hecho en Laponia y en zonas del norte de Escandinavia.
Tampoco debemos de olvidar, pese a las correcciones que establece la Ley Electoral, que los políticos jamás han apostado por proyectos de desarrollo rural a largo plazo. Han preferido poner parches. Pensar más en las elecciones que en las nuevas generaciones.
Como bien saben aquellos ciudadanos que han tenido el valor de permanecer en sus pueblos, del mundo rural sólo se acuerdan cada cuatro años. Y poco. Hay escasos votos que cosechar.