El primer encuentro con el mar, para quienes nacimos en la España interior, siempre deja huella. No es algo anecdótico, que pueda borrarse fácilmente con la subida de la marea, ni con el paso de los años. Los que ya vamos teniendo una edad y nos adentrábamos por la playa, sin necesidad de que nuestros padres nos llevaran ya en brazos o sentados en el cochecito, vivimos aquel descubrimiento emocionados y sobrecogidos. Yo diría que hasta compungidos. Aquella experiencia fue algo muy serio, aunque ahora nos divierta recordarlo.
Hace un par de semanas, durante una entrevista con el cocinero y jurado del programa “MasterChef” de TVE, Pepe Rodríguez (Illescas, Toledo, 51 años) le pregunté por su primer contacto con el mar y tuve la sensación de que su respuesta me estaba poniendo delante de un espejo. Me recordaba algo que yo había experimentado diez años antes que él, también en la costa levantina. El contacto del cocinero manchego con el Mediterráneo se produjo en la costa murciana, concretamente en Águilas, donde vivía un tío suyo. “Yo tendría entonces 9 o 10 años – me decía – y viajamos toda la familia en un taxi, porque mi padre no tenía carné de conducir. Tuvimos que parar cincuenta veces para echar la papilla. Aún recuerdo la manta que llevaba mi madre, porque a primera hora de la mañana refrescaba y en lo coches de entonces se pasaba frío”.
Mientras lo contaba, se me vino a la mente la imagen borrosa del viejo autocar con el que viajamos desde el pueblo a Valencia, para descubrir que el mar era tan impresionante como nos lo habían explicado en las clases de Geografía. Pepe Rodríguez, en su relato, me confesó a continuación el recelo y la desconfianza que le produjo aquella ingente cantidad de agua que tenía a la vista. “A los que somos de la España interior – los de secano, como digo yo – el mar nos impone. Nos da mucho reparo. A mí me daba mucho miedo y mis padres no conseguían que me bañase. Nunca he sido muy acuático, la verdad. Como decía mi padre, nosotros somos de secano y no necesitamos el mar como espacio vital. Todavía sigo teniendo miedo al agua, pero me parece emocionante dar un paseo y verlo desde la orilla”.
Han pasado tantos años que me cuesta recordar los detalles de la expedición a tierras valencianas, en aquel viejo autocar de mi infancia. Pero sí que recuerdo algunos estribillos de las canciones que más se repitieron entre parada y parada: “para ser conductor de primera, acelera, acelera” o la inevitable y recurrente melodía que ha sobrevivido a varias generaciones: “ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras, tralará, vamos a contar mentiras, tralará, por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas”. Todo muy de excursión escolar, aunque entre los viajeros se encontraban personas de avanzada edad, con las bolsas preparadas para cualquier contingencia. Como si estuviéramos recreando escenas una película española de los años sesenta, con Paco Martínez Soria de protagonista. Eran los prolegómenos del turismo en nuestras costas, en versión “cine de barrio”.
Pero volvamos a los hechos. Cuando aquel autocar algo destartalado consiguió por fin encontrar un espacio libre donde aparcar, junto a la playa de El Saler, en Valencia, y divisamos a lo lejos el Mediterráneo, empezaron los nervios y se desataron todo tipo de emociones y reacciones. La mayoría de los ocupantes no habíamos contemplado nunca el mar o lo habíamos visto solo en blanco y negro, en algún dumental o película. Para los mayores era como un sueño. Por lo tanto, era lógico que hubiera nervios y carreras por la playa para comprobar que aquella gran superficie marina era tan real como los campos de Castilla. Eso sí, sin acercarse uno demasiado, con algunos reparos y tomando las debidas precauciones.
Los mayores, y no todos, paseaban descalzos por la orilla, comentaban los efectos beneficiosos del agua salada para la salud, especialmente para curar el reuma, y compartían el inmenso placer de sentir por primera vez en la piel curtida por el aire de la meseta la agradable brisa marina. Los chavales intentábamos adentrarnos un poco más en el mar, haciéndonos los machotes, pero sin perderle el respeto y el temor del que también me hablaba Pepe Rodríguez. Era un mundo nuevo para todos nosotros. Un territorio inmenso y desconocido, donde dar un paso más entrañaba el riesgo de que te sacaran del agua a voz en grito. “Pero, niño, no ves que viene una ola y te arrastra para dentro”. “No te das cuenta que no sabes nadar y que por ahí ya no haces pie”. “Cuidado, fulanito, que te estás metiendo en lo hondo”.
Los que descubrimos el mar bastante más tarde de que lo han hecho luego nuestros hijos, procuramos dispensarle el respeto que se merece. Antes de que nuestras costas se dejaran conquistar por el ladrillo y por el turismo masivo, muchos españoles se acercaban a ellas como el que se acerca a un parque temático. A contemplar y disfrutar de la inmensidad del océano en un escenario desconocido.
Pero, eso sí, con muchas precauciones y sin que el agua te sobrepasara la cintura.