Una manera de escapar del esperpento político, representado hace algunas semanas en el Congreso de los Diputados de la mano de un diputado burgalés de enorme parecido con Don Ramón del Valle-Inclán, es volver a escenarios que nada tienen que ver con este tipo de representaciones. Escenarios de la infancia que parecían borrosos, pero que vuelven a recuperar toda su nitidez a medida que los vas recordando.
Son paisajes queridos, territorios añorados, a los que intentas trasladarte con la mente, aprovechando el descanso entre el primero y el segundo acto. Lejos del ruido y de las peleas de patio de colegio de sus señorías, hay otras emociones y otra vida más silenciosa, placentera y agradable. Basta con asomarse a la ladera del castillo de la Riba de Santiuste en el que libré mis primeras batallas, basta con ver sobrevolar y planear a los buitres leonados por encima de los cortados de Valdearcos, y basta con observar el fluir del agua por olvidados manantiales para llegar a la conclusión de que no todo está perdido: siempre nos quedará un refugio olvidado y de difícil acceso para desconectar de esa otra fauna que puebla las grandes urbes.
Desde lo más alto de la montaña, caprichosamente recortada sobre el horizonte, recorres con la mirada el valle del Río Salado, donde echabas las tardes de la infancia pescando; el frontón o juego de pelota, la torre de la iglesia, el edificio del ayuntamiento y la carretera que divide en dos partes la dehesa y enlaza las provincias de Soria y Guadalajara, después de dejar a derecha e izquierda Valdelcubo, Rienda y Paredes. También puede contemplarse desde ese improvisado mirador natural las arboledas que rodean y dan sombra a los pequeños núcleos poblacionales de Querencia y Tobes. Y, con un poco de suerte, aprovechando que el día está despejado, el pueblo de Sienes, que era uno de los destinos preferidos en mis primeras excursiones infantiles.
Como en escapadas de años anteriores, aprovecho la mañana en la Riba para caminar y perderme por el monte, entre recuerdos. Recuperando aquellos olores intensos e inconfundibles del tomillo y el cantueso, sorteando aliagas, encinas, robles y estepas, hasta llegar al huerto de la Tía Pelona, desde hace ya muchos años abandonado. Su situación actual es deplorable, pero entre esas paredes hundidas y esos viejos cerezos se guardan pequeñas historias.
Hasta ese lugar nos acercábamos los chavales en la mañana de San Juan, después de haber recogido varios manojos de manzanilla en las praderas de los alrededores y haber perseguido algún bando de perdices. El huerto de la Tía Pelona, muy cerca ya del término de Tordelrábano, era una especie de pequeño oasis que utilizábamos como lugar de avituallamiento o zona de descanso en medio de la caminata por esa naturaleza salvaje.
Era una especie de paraíso, con parras trepando por las paredes y árboles frutales, al que llegábamos exhaustos, después de recorrer seis o siete kilómetros por las veredas del barranco de Valdearcos o por el propio cauce del arroyo cuando este bajaba sin agua.
Atrás han quedado las cerradas y parideras de La Viña, en cuyas praderas también recuerdo haber jugado al fútbol con una pelota de plástico entre los corderos a los que poníamos nombres de jugadores del Real Madrid o del Atlético de aquella época —Pirri, Zoco, De Felipe, Amancio, Velázquez, Calleja, Adelardo, Garate, Collar o Glaría—, y las buitreras de Valdearcos, en las que asomaban la silueta, con el cuello desplumado, sus inquilinos.
Ya no quedan ranas en las pequeñas pozas del arroyo, ni he visto los abejarucos multicolores de mi infancia, que horadaban los ribazos arenosos en los que albergaban sus nidos. Por un momento, tengo la sensación de que los estoy contemplando de nuevo sobrevolar por encima de los juncales y encinas. Puro espejismo. Ya no quedan apenas abejarucos y cada vez se ven menos palomas, gorriones, perdices, cuervos y grajillas. Tampoco se ven conejos. Solo alguna hurraca y algún que otro mirlo.
A primera hora del día cruzan el arroyo una pareja de corzos y al lado de unos matorrales pueden observarse las huellas de los jabalíes. El huerto de la Tía Pelona, eso sí, permanece oculto entre la maleza y las zarzas, abandonado y en ruinas. Pero tampoco es una excepción, ni una sorpresa. Porque la soledad y el olvido hace mucho tiempo que se adueñaron de esta tierra de silencios obligados y promesas incumplidas.
Los debates sobre la España vacía o vaciada —despoblada o expoliada— se agotan en sí mismos. Nadie tiene el más mínimo interés en revertir la situación, aunque algunos políticos se hagan fotos encima de los tractores. Pero, como se las podían hacer al pie de una encina.
Por mucho que mejoren las infraestructuras y se prometan nuevos servicios, el mundo rural seguirá en la uvi. Y el único consuelo que nos queda es contemplar el paisaje y recuperar los olores que han sobrevivido al paso del tiempo.