Al papa Benedicto XVI lo conocí siendo cardenal, aunque no lo traté.
Desde mi juventud había leído obras suyas e, intelectualmente, me tenía admirado.
Pero fue un conocimiento curioso porque me crucé infinitas veces con él en la plaza de San Pedro. Yo iba al Archivo Vaticano y él la atravesaba para ir a su despacho del Palacio del Santo Oficio.
Joseph Ratzinger en su época de cardenal.
Iba siempre vestido de la misma manera: sotana, dulleta (el abrigo para encima de la sotana), una boina negra y una cartera vieja de piel, como llevábamos de críos a la escuela.
Su actitud era la de uno que no quieren ni que le reconozcan, mirada baja y al frente con una actitud como diciendo: Yo no soy nadie, verdad, no se preocupen de mí. Me pareció una actitud por una parte de gran timidez y por otra de uno que quiere llegar puntual al despacho.
De manera que, cruzándote con él, te hacías escrúpulo hasta de decirle buenos días. Pero si se cruzaba con un sacerdote con clergyman y un fraile con hábito o alguna monja, era el primero que saludaba, aunque no se parara para charlar.
Las capillas de las universidades civiles romanas organizábamos, con el relativo servicio diocesano, desde tiempos de Juan Pablo II, una misa hacia mediados de diciembre, para felicitar la Navidad al Papa. Yo mismo tomé parte en esas misas como responsable de la capilla universitaria de la Roma Tre, la última de las estatales.
Eso me dio el honor de poder concelebrar una vez con él en el altar mayor de San Pedro, en el altar de la Confesión, algo que han podido hacer muy pocos obispos.
Con Benedicto XVI cambió el estilo, pero al final de sus palabras a los estudiantes, recibía a los capellanes personalmente y no era el típico saludo protocolario del besar el anillo y ya está. Hablaba con cada uno de nosotros, se interesaba, nos animaba, pues bien sabía él de universidad; una actitud paterna y acogedora
Pedro A. Olea
Sigüenza 5 de Enero de 2023
