Hoy vamos a seguir hablando sobre cómics, pero con un ángulo un tanto distinto. Entre los años 40 y 50, los cómics se convirtieron en el chivo expiatorio para explicar la delincuencia y la violencia de la juventud. La sociedad siempre ha buscado una única causa para los problemas. De esta manera nos convencemos de que, si conseguimos erradicarla por completo, dichos problemas desaparecerán. Pero nunca ha sido así. No funcionó con el cine negro, no funcionó con los cómics, no funcionó con la música rock, no funcionó con los juegos de rol, no está funcionando con los videojuegos ni con los micromachismos. Porque el mundo, y el ser humano, son más complejos. Pero me estoy desviando del tema.
En los años 40, en Estados Unidos se produjo una fiebre demonizadora de los cómics. Se debió en gran parte al psiquiatra Fredric Wertham, autor de La seducción de los inocentes, un libro en el que soltaba perlas como que los colores chillones de los tebeos producían un sobreestímulo en los volubles ojos y en los frágiles sistemas nerviosos de los jóvenes; que los cómics suponían un estímulo violento, una “inyección de sexo y muerte” que hacía que el niño se pusiera impaciente y ansioso; que los tebeos estaban cargados de discriminación racial y de comunismo; que los poderes voladores de Superman provocaban que los niños se formaran ideas equivocadas sobre las leyes de la física; que Batman y Robin eran un flagrante caso de homosexualidad disimulada, y que Wonder Woman confundía a las niñas sobre su papel en la sociedad. Recuerda siniestramente a lo que se cuenta hoy en día sobre los videojuegos.
No solo se produjo una investigación federal en toda regla para determinar la relación entre los tebeos y la delincuencia juvenil, sino que por todo el país se organizaban quemas (¡quemas!) de cómics; los niños acudían con sus tebeos a las hogueras y se los cambiaban por libros “sanos”. Fue una auténtica histeria más propia de tiempos inquisitoriales o de regímenes dictatoriales. La Comics Code Authority impuso un férreo control sobre los cómics (del mismo modo que, hoy en día, en Alemania todos los videojuegos puestos a la venta deben haber sido aprobado por la USK, que ha tomado el relevo de la censura eclesiástica de otros tiempos), y durante mucho tiempo no se pudieron publicar ciertos cómics de manera legal (nada de referencias a crímenes, reales o ficticios). Por suerte, todo aquello llegó a su fin, y dio comienzo la llamada “edad de plata” de los cómics. Aun así, no conviene cantar victoria todavía, porque actualmente es la corrección política la que mete las zarpas en la zarandeada industria del tebeo, dictando lo que se puede y lo que no se puede decir y representar. La censura sigue ahí; la única diferencia es quién sujeta la tijera y qué es lo que recorta.
De manera que, cada vez que les hablen de una nueva y diabólica invención que está retorciendo las mentes de los jóvenes, lo más prudente es reflexionar un momento y pensar: “Este cuento ya me lo han contado”. O mejor dicho: “Este tebeo ya me lo he leído”.