Lo repetían en la universidad: la literaria es un horror, las condiciones son infames, no da de comer, tú dedícate a la jurídica, que es lo que da dinero… Pero la mitad de los que entramos a estudiar Traducción e Interpretación lo hicimos, intuyo, con la imagen de la traducción literaria en la cabeza (la otra mitad fantaseaban con ser intérpretes en la ONU).
Durante la carrera nos fueron desengañando, diciéndonos que de traducir libros no se podía vivir, ni en España ni casi en ningún sitio. Pero al mismo tiempo, al cursar la asignatura de Traducción literaria pudimos enfrentarnos al reto fascinante del texto original y la página en blanco a su lado, de tener que volver a erigir ese edificio de palabras, de sujetar con fuerza las riendas de tu lenguaje para no desviarte en exceso hacia el original y terminar imitando sus estructuras (el temible “suena a texto traducido”).
Existe una gran paradoja en la traducción literaria, que tiene que ver con la llamada “invisibilidad del traductor”. Una buena traducción te hace olvidar que detrás hay un texto original, que lo que estás leyendo no lo ha escrito (técnicamente) el autor; por tanto, el traductor solo tendrá éxito cuando la gente no se percate de su presencia. Este hecho, inevitablemente, repercute en las condiciones laborales y en el prestigio del traductor literario: es una figura imprescindible pero incómoda, que tanto editores como lectores preferirían ocultar bajo la alfombra (sin maldad, por puro instinto, para mantener viva la fantasía de estar publicando/leyendo al autor original).
Al leer las reseñas de los lectores sobre sus libros traducidos, el traductor rara vez espera encontrar una mención a su trabajo. En cuanto a las editoriales, algunas dejan su nombre bien visible, mientras que otras lo relegan a la letra pequeña de los créditos. Pero en general, la única alabanza del gran público que puede esperar un traductor es un comentario de pasada, mencionando que “el libro se lee muy bien” o que “le encanta la pluma de la autora”. Al leerlo, el traductor literario esboza una sonrisa; el lector está validando su trabajo, aunque puede que ni él mismo lo sepa.