El debate sobre si restaurar o echar abajo el edificio del antiguo Cine Capitol no empieza ahora, sino que se reabre periódicamente. La ocasión que lo ha puesto de nuevo de actualidad es la subvención del Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, para su rehabilitación y posterior uso como edificio polivalente. Nadie hubiera pensado cuando se edificó como teatro en 1929, que fuera a dar tanto que hablar.
Sobre que el edificio es un horror, hay consenso general. Que es un pegote en medio de la belleza de un barrio barroco. Que además deja oculta la fuente del mismo estilo (Felipe Peces, La Plazuela, agosto 2022). Vamos, que el edificio nunca hubiera aparecido en revista alguna de arquitectura, a no ser como ejemplo de feísmo.
Pero ay, la nostalgia … No he podido evitar el recuerdo de lo que escribí allá por el 2005 en el periódico, ya desaparecido, El Afilador. Recordaba mi infancia y juventud seguntina en los 50-60 y cómo se gestó mi amor por el cine en esa sala. Como se verá, lo que me dio pie al artículo en cuestión, es que ya en esa fecha, hace casi veinte años, había opiniones encontradas sobre la cuestión del derribo o su rehabilitación.
El “cine Capitol” y el amor al cine
Hace algún tiempo que se abrió la polémica sobre el derribo o no del edificio que fuera el “Cine Capitol”. En el último número de El Afilador, Julio Álvarez con su escrito propicia el debate y nos invita a reflexionar sobre las vivencias que cada cual pueda evocar de las tardes y noches pasadas en él; también la opinión de José Laguna sobre las posibilidades de rehabilitación o de recuperación del entorno. Todo ello hace que vengan a mi memoria recuerdos de infancia y juventud de los tiempos en que ese cine era un centro importante en la vida social seguntina. Recuerdos, que si bien no tocan la cuestión del urbanismo ni del valor estético o arquitectónico del edificio, sí tienen un valor sentimental que seguro es compartido por muchos y que fue determinante en nuestros gustos adultos y aficiones estéticas posteriores. Abro así, este mes, un breve paréntesis en la página Psique y Vida Cotidiana con la intención de compartir estos recuerdos y continuar el debate.
Cuando me preguntan por lo que es ya más pasión que afición, respondo que me salieron los dientes en el “Cine Capitol” de Sigüenza, y esto es casi literal. El que mi padre fuera acomodador del patio de butacas, tiene mucho que ver en ello. No es casual el que una parte de mi actividad profesional se haya relacionado con la participación y organización de mesas redondas y otras actividades donde, desde el psicoanálisis, se analizaban personajes o contenidos de alguna película. También cuando en reuniones con los amigos hablo de mi amor por el cine, lo hago sabiendo que el origen, el referente último de esta pasión está en las horas pasadas –que fueron muchas- sentada en la oscuridad de la sala atrapada entre la realidad y la ficción, compartiendo las emociones y los dilemas morales de los personajes, y fascinada con las imágenes de películas que no han perdido actualidad, pues la maestría con que algunas de ellas reflejan todas esas cuestiones propias de la condición humana, propiciaron después el haberse convertido en clásicos. En “El Capitol” he visto cine norteamericano de los años 40 y 50, el mejor periodo de Hollywood, y aunque a Sigüenza no llegara siempre lo mejor, pude ver cine negro, comedias, melodramas, cine de suspense y mucho blanco y negro. Me he reído con “el gordo y el flaco” (por entonces no sabía nada de S. Laurel y O. Hardy) y todo esto cuando “el boca a boca” sobre la película que ponían nunca hacía referencia a su director sino a los actores del momento o si acaso al género. Si era “de indios”, pocos eran los que no lo vivían como si el lejano Oeste estuviera allí mismo, a juzgar por el jaleo que se armaba sobre todo en el “gallinero”. Y qué decir cuando el actor y la actriz (americanos, por supuesto) se besaban, y aunque se tratara de besos bastantes castos y en ocasiones de parentescos tergiversados, como en Mogambo, quién más y quién menos acompañaba la acción con toda suerte de silbidos, patadas y ruidos varios.
De niña, recuerdo que, además de las películas propias de mi edad me gustaban las que llamábamos entonces “películas de miedo” (para los más jóvenes, decir que nada que ver con lo que hoy se conoce como cine de terror). Este gusto era compartido con mi hermana mayor a quien yo iba a buscar a su trabajo con mis calcetines cortos y mi uniforme de las Ursulinas. Y ¡ale! A disfrutar y a sufrir.
Y años más tarde, ¡paradojas de la vida!, otra razón de tantas tardes pasadas viendo cine, era que aunque yo refunfuñara por no ir con mis amigas a bailar, cambiaba “El Florida” (eran los primeros 60) por el “Cine Capitol” y así estaba más controladita, pero “devorando” cine sin darme cuenta.
Antecedentes como éstos, o semejantes, propician que en la vida adulta podamos admirar la manera de narrar de La mejor juventud, que la convierte en una obra de arte, o emocionarnos cada vez que vemos, por ejemplo Cinema Paradiso, y conmovernos cuando sucede algo, intrascendente en apariencia, que de algún modo transforma la vida de un personaje. Recuerdo la maravillosa novela de Antonio Tabuchi, Sostiene Pereira, llevada al cine con el mismo título, y donde el personaje, de Marcelo Mastroiani, ese periodista gris del principio, triste, avejentado, que hace una negación y no quiere enterarse de lo que está pasando en su país, pasa a ser otra persona, la que vemos en esa escena final, que a la cámara enamora y que llena la pantalla. O por hablar de películas recientes, una que comenta Santiago Cardenal, Confidencias muy íntimas, donde un peculiar encuentro entre dos personajes va a modificar la vida de ambos.
Si bien estos recuerdos, que serán como los de otros muchos, tienen como decía el valor que puede aportar el ver la cuestión desde la óptica de los sentimientos y las emociones, ¿no merecería que buscáramos otra solución que la del derribo?
Carmen Peces
El Afilador. Febrero de 2005
Sí, es un dilema. Sigüenza no es solo la historia lejana, el siglo XX también es historia, hay muchas capas, todas enriquecedoras.
Muchas gracias, Carmen, por retrotraernos a aquellos momentos en los que Sigüenza entraba en el s. XXI y en un pequeño periódico se establecieron los debates ciudadanos más libres jamás producidos en Sigüenza. Personalmente, entonces abogaba por mantener el Capitol argumentando la falta de edificios muncipales para diversos usos. Siendo alcalde Francisco Domingo, se procedió a su consolidación, por parte de la Diputación creo recordar. Hoy he cambiado de parecer, qué seríamos si no evolucionáramos, y pienso en la linea de los que abogaron por su eliminación entonces. Este edificio brutalista, sin duda con ciertos méritos, impide la apreciación de la bella canonicidad de nuestro importante barrio postbarroco. Hoy, más meditado (y estudiado), entiendo perfectamente los argumentos que se dieron entonces. La memoria inmaterial de lo que vivimos de jóvenes allí sin duda habría que documentarla, pero una cosa es la memoria y otra el envoltorio. Lo dicho, Carmen, gracias por la mención.