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Tiempos de fogosas y elegantes vanguardias, de atrevidas metáforas y soñadoras rimas. En Sigüenza, la que domina el valle, batalla, en pro de un mejor futuro, un aguerrido semanario, por nombre La Defensa, nacido en el año 1917, sabiamente dirigido por su propietario, el conocido abogado Eduardo Olmedillas Manjón, antes redactor jefe de La Verdad Seguntina. Un rotativo de mimbres liberales, regional e independiente, que desemboca después en una corriente republicana-socialista, incansable competidor del periódico católico El Henares, con el que colma una radiante andadura del periodismo seguntino. Sin dejar de glosar la actualidad comarcal, el semanario engalana los contenidos con una muy cuidada información poética y literaria. En sus páginas se albergan y difunden atrayentes artículos, deliciosos versos y sugestivos relatos de Gerardo Diego, Juan Larrea, José María Cossio o Antonio Machado, emergentes figuras del vanguardismo literario de aquellos ingenuos y felices años veinte.

En los últimos compases de la dictadura de Primo de Rivera, en el mes de enero de 1929, La Defensa publica un artículo titulado Sigüenza y su catedral, obra del periodista Ángel Dotor y Municio, nacido en Argamasilla de Alba en el declinar del siglo antepasado, colaborador asiduo en las conocidas revistas, de tendencias ultraístas, Cervantes y Cosmópolis. El autor dibuja, con celosa prosa, un sentido texto sobre la iglesia seguntina abierto a la imaginación de lectores y estudiosos. Diversos ensayos y tratados de la época, en especial los del célebre historiador seguntino Manuel Pérez Villaamil, del prestigioso arqueólogo e ingeniero Marcel Dielafoy, o del arquitecto británico George Street, sirven a Ángel Dotor de versada apoyatura a sentires y opiniones.

Los dormidos murmullos de la vieja historia seguntina principian la documentada narración: “Estamos ahora en Sigüenza, la señorial ciudad asentada en medio de la ondulante paramera oriental de la península ibérica, que ofrece al viajero, desde el primer momento que a ella asoma, esa adecuación del espíritu de su ambiente, sus piedras y sus gentes, con el elevado patrimonio pretérito. Las calles vetustas, los caserones silentes, los templos umbríos, nos hablan, con lenguaje mudo, pero elocuente, del alma legendaria del ayer, y aventuran sugerentes la evocación de un pasado brillante”. Luego, en una letanía de fechas, cuidadosamente esbozada, Dotor encuadra y asevera el antiquísimo origen de la urbe: “La antigua Segontia celtibérica ha visto perdurar, a través de los tiempos, la raíz semítica de su nombre aborigen. Mitra de las más antiguas de España, ya que en el año 589 asistió su obispo, Protógenes, al tercer concilio de Toledo. Hasta 1124 no fueron expulsados los moros de su recinto, hecho asaz brillante, realizado por otro prelado. Bernardo de Agen, a quien el monarca Alfonso VII, el emperador, concedió el señorío episcopal de la urbe y su comarca”.

El hermoso conjunto gótico de la catedral de Sigüenza, sugestiva muestra del camino recorrido por el arte cristiano desde la lejana época medieval, reclama la atención de prolífico cronista: “Consolidada poco a poco la reconquista de la región, los obispos seguntinos inician la construcción de una catedral perdurable, monumento que compendia el patrimonio de esta ciudad castellana. Comenzada en tiempos en que predominaba la construcción de las abadías cistercienses, la ejecución de estos ingentes monumentos consumía, en lenta sucesión, vidas y vidas”. Más de tres luengos siglos de duros y afanosos trabajos. La estructura arquitectónica de la catedral, cerrada por admirables bóvedas góticas, como es sabido, se concluye a finales del siglo XIV, durante la prelacía del todopoderoso cardenal Mendoza. 

El erudito periodista, al descubrir una de las grandes paradojas de la catedral de Sigüenza, queda gratamente sorprendido. Puede comprobar, con cierta fascinación, como a una recia y grave fachada principal, que asemeja “el frente de una fortaleza flanqueada por dos enormes torres albarranas”, sucede la elegancia de un esbelto y luminoso interior, donde “se admira la riqueza y esplendidez de sus góticos rasgos. Tres naves longitudinales y un amplio crucero, realmente magnífico, quedan coronados por los calados de arquerías del fastuoso rosetón del lado sur, el más hermoso que existe en España”. Vistosos altares, portadas y capillas, engalanan galerías y estancias, en especial los mejores ropajes del exquisito retablo de santa Librada, entonces patrona de la diócesis, costeado por el obispo Fadrique de Portugal. Excelente composición, trazada por Alonso de Covarrubias y ejecutada por Francisco de Baeza, que, según Dotor, “manifiesta la iniciación del arte plateresco español”. 

Testimonios, propuestas, creencias y réplicas. Ante la enigmática y soñadora mirada de El Doncel de Sigüenza, vacilante entre la fe y la duda, entre el ser y la nada, el escritor deja volar sus sentimientos: “la sepultura del guerrero Martín Vázquez de Arce cautiva en virtud de la ejecución soberana y la gracia alada que infundió a la escultura su anónimo autor, que hay quien equipara al inmortal Donatello. Nos sentimos de verdad invadidos por esta inefable emoción, que solo despierta la belleza infinita, mientras contemplamos esta verdadera maravilla… Bajo un arco adornado por guarniciones de dentellones ojivales, aparece reclinada sobre un cojín, la estatua de un caballero, cruzadas las piernas, cubiertas por delicada armadura y erguido el busto. Su indumento lo constituyen ajustada cota de malla y jubón. Encuéntrase en posición de leer un libro sostenido por ambas manos. Su cabeza está cubierta por un sencillo casquete, y al pecho luce la cruz roja de Santiago. Apoya los pies sobre un perro, al que acaricia lloroso un escudero en cuclillas”.  

Al día de hoy no conocemos, de modo fehaciente, quien es el autor de la deliciosa escultura del héroe seguntino. La autoría atribuida a Donatello es imposible pues el genial artista florentino había fallecido veinticinco años antes que el joven santiaguista. El recordado historiador José María Azcárate propuso, hace ya tiempo, el nombre de Sebastián de Toledo, bajo la magistral tutela del hispano flamenco Egas Cueman. Parece la mejor opción. Otras voces, como las de Ricardo de Orueta o Marcel Dieulafoy, en el primer tercio del siglo pasado, vislumbran vagos trazos itálicos en la postura recostada de El Doncel. Algunos apuestan por el artífice toscano Andrea Sansovino, que trabajó en aquellos tiempos en la catedral de Toledo. No obstante, como escribe Ángel Dotor, parafraseando al académico Narciso Sentenach, no se puede aseverar si el sepulcro de El Doncel se debe “al cincel español o italiano. De ser español, nunca se elaboró el mármol más esmeradamente entre nosotros; pero sea de quien fuere, no cabe mayor imaginación ni creo que tenga semejante en el mundo”. Una obra maestra con aires de eternidad. Una larga disputa académica sin resolver. Un evanescente aroma itálico.