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En el año 1492 acontecimientos tan señalados como el descubrimiento del Nuevo Mundo por Cristóbal Colón, o la toma de Granada por los Reyes Católicos, que pone fin a la Reconquista, marcan el rumbo de la historia.

En la ciudad francesa de Angulema, el 11 de abril de aquel mismo año, Luisa de Saboya y Carlos de Orleáns recibían con alegría el nacimiento de su hija, Margarita de Angulema o Margarita de Orleáns, princesa de Francia que llegaría a ser reina de Navarra.

En una época en que el saber era cosa de hombres, quiso su madre que la joven princesa, que había perdido a su padre siendo niña, tuviera una educación y formación acorde a los ideales renacentistas, muy superior a la de cualquier niña de su edad en aquella época. Recibió clases de latín, griego y hebreo; estudió teología y aprendió con soltura el arte de la escritura.

A los 17 años tuvo que renunciar al amor de su vida y aceptar un matrimonio de estado, con Carlos IV de Alençon, fiel a los intereses políticos familiares. En 1515 su hermano fue coronado rey de Francia como Francisco I y ella marchó a la corte a vivir con él y disfrutar de un ambiente refinado. Su gran formación la convirtió en una mujer muy avanzada para su época y sus inquietudes la llevaron a hacer de su corte un centro destacado del humanismo: escribió textos y poesías, fue mecenas de artistas, tuvo un papel notorio en el movimiento religioso protestante y ejerció una gran influencia en la sociedad de su tiempo. Gracias a su dominio de cuatro lenguas: francés, español, italiano y alemán, desempeñó tareas políticas y diplomáticas junto a su hermano rey.

Pero la felicidad dura poco, en 1525 el ejército francés sufrió una gran derrota en la batalla de Pavía contra las tropas del emperador Carlos V. Margarita padeció dos duros reveses: su hermano fue capturado y hecho preso en España y su marido perdió la vida en la guerra. Al conocer estas noticias no dudó un instante. Angustiada y con la mirada nublada por las lágrimas, tomó una decisión firme. Llamó a  sus damas de compañía y les anunció el inminente viaje a España para ver a su hermano preso. Ordenó preparar su equipaje: camisas de lino, calzas de paño, zapatos de punta ancha, algunos aderezos y los sayos más oscuros de su armario, en señal de respeto a una España católica donde las damas vestían en tonos sobrios.

Hizo el viaje en litera, más cómoda que los carros, acompañada por sus damas, camareras y soldados a caballo; sus enseres los transportaban mulas cubiertas con ricos paños bordados con el escudo real. Cruzó los Pirineos y atravesó villas, ríos y bosques; salvó numerosas dificultades y soportó el calor y el polvo, la lluvia y el barro del camino, con el único deseo de ver a su hermano y entrevistarse con Carlos I para solicitar su libertad. Pasó por Guadalajara para visitar a los duques de Infantado, amigos de la familia, pero no la recibieron. A primeros de diciembre llegó a  Sigüenza y se quedó a descansar tres días.

Así lo contaba ella en las cartas que  escribía, aunque en ninguna se detenía a dar detalles, ni a describir paisajes, lugares o ambientes, privándonos de conocer la impresión que le causó la ciudad de Sigüenza, aquel frío  diciembre de 1525.

Tan sólo dos años más tarde la princesa francesa se convirtió en reina de Navarra por su matrimonio con Enrique II  y fue madre de Juana III de Navarra. En aquella corte también manifestó sus inquietudes culturales.

Pedro Olea en su libro “Los ojos de los demás”, recoge los testimonios de personajes extranjeros que pasaron por Sigüenza en siglos pasados, entre ellos esta princesa. La correspondencia y los relatos de viajes aportan datos a menudo interesantes, cuya consulta es indispensable para la investigación de la historia.

Viñeta

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