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Con la muerte del rey Carlos II “el Hechizado, se cierra una de las etapas más negras de la historia de España. Meses antes de su fallecimiento asistía con temor a escenas de intrigas palaciegas, protagonizadas por cortesanos partidarios, unos del Archiduque Carlos de Austria y otros de Felipe de Anjou, descendiente de la monarquía francesa. Ambos eran candidatos a la sucesión a un trono sin heredero. Carlos II nombra en su testamento como sucesor suyo al francés, que sería el futuro Felipe V de Borbón. Esta decisión marcaría definitivamente el rumbo de la Historia España y desembocaría en la Guerra de Sucesión (1702 – 1713) en la que se vieron implicadas todas las potencias europeas.

La guerra europea que se desarrollaba en territorio español, tuvo durísimas consecuencias para los vecinos de Sigüenza. El paso de los ejércitos hacia las zonas conflictivas, exige cumplir el deber de alojamiento en casas y dar alimentos a tropa y caballerías. El elevado consumo de pan, carnes, vino, además de paja para caballos, durante aquellos años de guerra, causa hambre, miseria y enfermedades entre la población cada vez más pobre. También se exige acoger en establecimientos públicos, sufragados con limosnas y ayudas municipales, a soldados pobres enfermos o heridos en el frente, carentes de medios económicos para sobrevivir. Es el caso de algunos franceses, irlandeses y portugueses. El Hospital de San Mateo, el Hospital de Nuestra Señora de la Estrella y otros edificios se convirtieron en hospitales de campaña y aunque se llenaron de camas, eran insuficientes para tantos soldados.

En la primavera de 1707 los combatientes indispuestos superaban la centena. Los médicos y cirujanos del Cabildo, que estaban en aquellos hospitales, se quejaban de la escasez de medios y personal. Se enfrentaban a infecciones de heridas en el vientre por las bayonetas; a las hemorragias por disparos de arcabuces que obligaban a amputaciones de brazos o piernas; a los vómitos y diarreas por beber aguas en malas condiciones. Algunos necesitaban una constante atención a su evolución clínica. Solicitaron la ayuda de un grupo de mujeres que atendían los hospitales de pobres y algunas voluntarias más. Las primeras eran conocidas como las hospitaleras. Solteras o viudas sin hijos, de costumbres rectas y moral intachable, con un ideal de vida cercano al religioso, pero sin profesar votos, no tenían formación médica, pero sabían curar aplicando remedios caseros. Por su trabajo recibían una pequeña ayuda económica.

Durante la Guerra de Sucesión se convirtieron en hospitaleras de campaña, al servicio de los médicos, prestando asistencia sanitaria en circunstancias muy difíciles.

Una de ellas era Francisca, la Hospitalera de Nuestra Señora de la Estrella. Cada jornada acudía al hospital ataviada con un atuendo austero, más próximo a un hábito que a un vestido femenino: una camisa alta  y pudorosa tapaba su cuello debajo del sayuelo y de la falda larga de tonos pardos, sin bordados ni adornos, sobre la que anudaba un delantal del que colgaba un rosario. Sobre sus hombros un manto, más o menos grueso, según el tiempo. En verano iba descalza o con alpargatas y en invierno, cubría su tosco calzado con pedazos de piel para protegerse del frío.

Francisca organizaba el ropero que recibía en donativo: sabanas, almohadas, mantas y cobertores. En el hueco de la pared, sobre baldas de madera, guardaba el instrumental médico: lancetas, estopas, tazones para infusiones, tubos, tijeras, pinzas, material quirúrgico y tablas para inmovilizar fracturas de brazos y piernas. En el botiquín: vendas, emplastos, ceras, vasijas con pomadas, bálsamos y ungüentos; frascos con aceites para quemaduras, vinagres, hierbas, jarabes purgantes y mandrágora, que le suministraba la Botica del Hospital de San Mateo y cuya factura se derivaba al concejo municipal. 

A la luz del candil Francisca preparaba sus remedios para aliviar fiebres y heridas: mojaba paños en aguardiente y estopas en vinagre, destilaba aceites o deshacía grasas para curar quemaduras, escogía hierbas para las purgas... y después se dirigía a la sala donde los hombres retorcidos de dolor en sus lechos sufrían, gemían, sollozaban, pedían remedio a su sufrimiento... Francisca no entendía sus idiomas, pero sabía que la ternura es un lenguaje universal y por ello les dedicaba miradas cálidas y compasivas, mientras iniciaba las curas uno por uno: lavado de heridas con agua, aplicar el ungüento y cubrir con una venda. Con mucha suavidad, friccionaba aceite rosado sobre las numerosas moraduras que cubrían la espalda del siguiente soldado, a otro tan sólo le acariciaba las manos, mientras esperaba la llegada del cirujano encargado de hacerle una  sangría. Al moribundo le colocaba sobre el pecho su rosario y a su lado le acompañaba hasta la última exhalación.

El Tratado de Utrecht en el año 1713 puso fin a la Guerra de Sucesión española. Cambió el mapa político de Europa y la dinastía Borbón se entronizó en España. Los soldados que sanaron, fueron regresando a sus países. En sus retinas quedaría el imborrable recuerdo de la ciudad que les acogió: Sigüenza, y de una mujer que curó sus heridas de guerra: Francisca, la hospitalera de Nuestra Señora de la Estrella.

Viñeta

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