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Cruzando la Puerta del Sol, arrimado a la cara externa de la muralla, en la umbría a resguardo de los rayos del sol, cuentan que había un pozo de nieve. Su oscuro y frio interior, hecho a base de piedras y madera que no servía para hacer leña, sin ninguna abertura, salvo las dos puertas de acceso, garantizaba la conservación del hielo hasta el verano.

Durante las crudas noches de invierno, de diciembre a febrero, tras una copiosa nevada, el administrador del pozo de la nieve o, en su ausencia, los vecinos que poseían carros y animales de tiro, salían al campo. Bajo la luz de la luna, soportando bajas temperaturas, recolectaban aquel manto virginal que hacía pocas horas había cubierto el paisaje, envolviendo suelos, arbustos y rocas de blanca nieve. Incluso continuaban hasta el amanecer, para recoger los carámbanos y cristales de hielo que colgaban de los aleros de los tejados y de los chorros de agua de las fuentes, cristalizados por las bajas temperaturas y que ellos separaban ayudándose  de picos. Era una operación necesaria y, al mismo tiempo, un deber de obligado cumplimiento, especialmente en las épocas en que no había administrador. Aquel que no lo hiciere sería sancionado.

Antes de salir de casa y para enfrentarse al crudo frio invernal, debían abrigarse bien el cuerpo, envolviendo sus hombros y cubriendo sus brazos con una manta de lana áspera, velluda y espesa. Sólo sus extremidades quedaban desnudas para coger con mayor destreza la herramienta que arrancaba el preciado tesoro blanco de la superficie, que con agilidad y presteza pasaba a las alforjas, hasta que sus manos se amorataban, los dedos se congelaban y el frío les podía, obligándoles a hacer un alto para calentarse. En una improvisada hoguera, un vecino vigilaba una olla de berzas con tocino, de la que iba sacando caldo en las escudillas que ofrecía a los hombres ateridos de frío. Un poco de pan remojado en aquel caldo y un trago del pellejo de vino, ayudaban a recuperar energías y combatir las bajas temperaturas nocturnas. Aquella tarea resultaba agotadora por las condiciones extremas en las que se desarrollaba: a baja temperatura realizaban un sobreesfuerzo recogiendo y transportando hielo, ellos y sus caballos, dedicados habitualmente a labores de campo.

Repuestas las fuerzas, caballerías y hombres iniciaban el trayecto hacia el pozo para almacenar la nieve. Allí les esperaban algunos hombres que, ayudados por unas sogas, se deslizaban por las entrañas del pozo, colocando y pisando la nieve y el hielo que les iban volcando. Se empezaba preparando un lecho con pinocha recogida en el pinar y hojas secas de masiega y carrizo, plantas procedentes de la ribera del río, a modo de aislante sobre el suelo. Después, cada medio metro aproximadamente, se repetía alternativamente la misma operación colocando una capa de nieve y otra de aquellas hierbas, evitando el contacto directo del hielo, facilitando su posterior extracción en bloques y retrasando la fusión en agua. El líquido sobrante debía salir por los desagües, cayendo por la ladera hacia el Vadillo, porque si se quedaba dentro provocaría el deshielo y se estropearía toda la operación. Una vez prensado el tesoro blanco y helado, se cerraban las dos puertas de madera hasta el verano, facilitando así el proceso de endurecimiento del hielo. Esta tarea conocida como “cerrar la nieve”, era quizá la más importante, duraba unas tres horas. De la buena compactación y almacenamiento de la nieve en el invierno, dependía su óptima conservación durante meses hasta su consumo en verano y muchas veces incluso se exigía disponer de hielo hasta el 20 de octubre.

Llegados los calores estivales, el obligado de la nieve, que así se denominaba al administrador, pedía licencia al concejo para abrir el pozo y efectuar la “saca de la nieve”. Al amanecer, antes que los primeros rayos de sol empezaran a calentar, abrían el pozo y, provistos nuevamente de picos y palas, iban separando las cepas de hielo de formas y tamaños a veces irregulares. Protegidas por aquella mezcla de hierbas secas y pinocha, envueltas en mantas, se colocaban sobre una mula y se llevaban hasta el mercado semanal en la Plaza Mayor, para proceder a su distribución y venta entre aquellos que lo solicitaban: mercaderes, vecinos, médicos y hospitales. Así se garantizaba el abastecimiento de hielo a los mercaderes que llegaban cada miércoles a la ciudad para vender sus productos frescos: frutas, verduras y hortalizas de temporada, pescados, liebres y perdices. Los días calurosos los vecinos compraban hielo para llevar a sus casas y prolongar de ese modo la conservación y frescura de los productos recién adquiridos y para combatir los rigores del verano, enfriando el agua fresca que cogían de la fuente. Los hospitales, los médicos y las comadres o parteras también incluían el uso del hielo en su atención sanitaria a enfermos y parturientas. El hielo tenía múltiples aplicaciones con fines terapéuticos: como antiinflamatorio, para detener hemorragias, rebajar la fiebre, mitigar las congestiones, calmar las quemaduras en la piel, aliviar migrañas, para prolongar la estabilidad de algunos de sus preparados y también para aplicar sobre los cuerpos heridos o enfermos. En alguna ocasión sin embargo, no se pudo suministrar hielo ni a enfermos ni a mercaderes y vecinos, causándoles graves perjuicios.

A mediados del siglo XVII y casi todo el XVIII, el pozo de nieve estuvo en manos de la Cofradía del Santísimo Sacramento, que destinaba los beneficios de la venta de hielo a sus fines asistenciales y caritativos. Pero fueron tales las dificultades económicas en las que se vio envuelta y tan escaso el rendimiento del despacho de hielo, que la Cofradía se vio obligada a renunciar definitivamente, a fines del siglo XVIII, pasando el relevo al Concejo municipal para su explotación en régimen de arrendamiento a particulares.

Pero no siempre era fácil encontrar personas dispuestas a aceptar este negocio, a pesar de la importancia que tenía su venta y consumo, eran contados los candidatos a desempeñar este oficio, comprometiendo en ocasiones al concejo a imponer la obligatoriedad al ciudadano. La industria de la nieve era poco rentable, soportaba numerosos gastos derivados del mantenimiento y la reparación de las puertas de madera y las sogas cuando se pudrían; del pago de jornales por limpiar el pozo, recoger la masiega y la pinocha y pisar el hielo, así como el gravamen de las regalías o derechos reales, gastos que escasamente se cubrían con los beneficios de la venta, por lo que terminó vinculándose a la venta de bebidas frías y refrescos.

Así sucedió aquella mañana, tras el anuncio por el pregonero de una nueva subasta se convocaba a los interesados a reunión al filo de las doce de la mañana en las casas del consistorio municipal de la Plazuela de la Cárcel. Sólo hubo una postura avalada por el botillero o vendedor de bebidas frías, Francisco Arpado. Reunido en la sala capitular con los miembros del Concejo, el escribano procedió a la lectura del documento donde se fijaban las condiciones, los derechos reales que debía pagar y el remanente que dejaría a fines de agosto en depósito, una vara de nieve, para garantizar el abastecimiento hasta fin de temporada. Francisco asintió con la cabeza manifestando su conformidad y el escribano puso su firma en el documento. Semanas más tarde, coincidiendo con la festividad de la Virgen de las Nieves, el 5 de agosto, entró en la catedral y arrodillado ante su altar, imploró a favor  de la caída de una buena nevada en el invierno, que alfombrara de blanco el pinar, porque traer el níveo producto de fuera costaba caro, un precio superior a aquellos cuatro maravedís que obtendría de la venta de una libra de hielo a los vecinos o los dieciocho cuartos que le entregaban el Deán y Cabildo por una arroba de nieve.

Francisco Arpado, siguió al frente de sus dos negocios unos años más. El uso y consumo del hielo se fue extendiendo socialmente. Empezó siendo necesario para la vida cotidiana, y llegó a convertirse en ingrediente de lujo de recetas de refrescos y helados que aprendió él y más tarde transmitió a sus sucesores en el negocio, del que hablaremos en el próximo artículo.

 

Amparo Donderis Guastavino

Archivera Municipal de Sigüenza