Cada vez se habla más de brujería. Hay investigaciones, algunas publicadas, de muy alto nivel. Pero eso no quiere decir que siempre que aparece el tema, en nuestros días, se haga desde un punto de vista racional. Ahí hay que reconocerle, más que victoria, una sobresaliente persistencia al pensamiento mágico. Si es que se pueden poner juntas esas dos palabras.
Al hilo de esa exuberancia de reivindicaciones mágicas que recorren el mundo, me gustaría recordar a un personaje que vivió a caballo de los siglos XVI y XVII. Se trata de Alonso de Salazar y Frías (Burgos 1564 – Madrid 1636), inquisidor, primero, y fiscal en el Consejo de la Suprema y General Inquisición, después. Al final, también fue Consejero. Procedía de una familia acomodada con tradición jurídica ya que su padre y abuelo habían sido letrados. Él estudió Derecho Canónico en Salamanca y Sigüenza.
En 1610 fue enviado a Logroño donde se estaba celebrando un gran proceso de brujería. Con el tiempo se ha conocido por varios nombres pero, sin duda, el más famoso es el de “las brujas de Zugarramurdi”. Cuando llegó, los otros dos jueces (Alonso Becerra Holguín y Juan del Valle Alvarado) llevaban muy adelantado el juicio, empezó en enero de 1609, y decidida la culpabilidad de los reos. Esta fase del proceso culminó en el Auto de Fe de Logroño de 1610 donde murieron en la hoguera seis de los acusados y a otros cinco se los quemó en efigie porque ya habían muerto. Ya en esos momentos las visiones de los tres jueces diferían. Salazar se enfrentó a sus compañeros porque creía que el desarrollo del juicio, y la investigación previa, adolecían de fallos de procedimiento. Recordemos que, de los tres, el único abogado con experiencia en diferentes tribunales era él. Su manera de trabajar era buscar evidencias y pruebas. Los otros dos jueces, licenciados universitarios también, lo eran en Teología y sus referencias a la hora de juzgar el caso eran buscar las coincidencias con lo que los expertos en demonología decían que había que encontrar.
El Conjuro. Francisco de Goya. Museo Lázaro Galdeano.
Después del Auto de Fe, el tribunal se planteó cómo seguir porque en esos dos años de proceso creían haber descubierto una gran secta de brujería en el Pirineo vasco navarro. La primera medida fue decretar una amnistía a quienes confesaran ser brujos o delataran a otros. De esta forma, Salazar y Frías, el más nuevo en el cargo, salió a recorrer los caminos para anunciar las medidas de gracia. Estuvo casi todo el año 1611 realizando esta tarea. Cuando regresó a Logroño tenía 1802 confesiones de brujería, de las que 1384 eran de menores con edades de entre siete y catorce años. En conjunto, recogió los nombres de más de cinco mil personas. La mayoría no se presentó sino que fueron delatadas. El volumen de documentación fue enorme: las actas que levantó el inquisidor durante su viaje ocupaban más de 11.000 páginas.
Dieciocho meses, a tiempo completo, estuvieron trabajando los tres jueces con ese material. Así llegaron al verano de 1613. Sin emprender acciones punitivas contra ninguna de las miles de personas que aparecían en la documentación recopilada por el juez Salazar. Esto se debió a, más que falta de acuerdo, al enfrentamiento abierto entre este juez y sus dos colegas. La larga visita a los lugares donde decían que se extendía una amenaza nunca vista de brujería convenció al juez de que allí no había nada de lo que se decía. Mientras, sus colegas, que al poco de llegar a Logroño ya habían empezado a insinuar que Salazar era un infiltrado por Satanás para impedir la investigación, redoblaron sus esfuerzos en ese sentido.
En 1614 el Consejo de la Suprema y General Inquisición ordenó la suspensión del proceso y emitió unas “Nuevas Instrucciones” en las que se regulaba el modo de gestionar los supuestos casos de brujería. Separando superstición de realidad tal y como expuso Alonso de Salazar y Frías en sus detallados informes tras la investigación realizada. Algo que estaban deseando, tanto el inquisidor general, Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo, como los consejeros, que se habían visto comprometidos por los informes recibidos de Logroño y accedido al Auto de Fe de 1610.
Con la suspensión se retomó la praxis que, hasta ese momento, había seguido dicha institución. Porque hay que señalar que ya en 1538 el Consejo había dado instrucciones de que no se creyera, sin dudar, todo lo que ponía el Malleus maleficarum, de 1487, que se usaba como manual de la materia, porque no era la verdad indiscutible.
El trabajo de Alonso de Salazar también sirvió para aclarar el origen de la repentina enajenación colectiva. Porque dos detalles que llamaron la atención al juez fueron lo explosivo de su inicio y la absoluta falta de conocimiento previo que tenían, incluso los más viejos, de asuntos relacionados con la brujería y el satanismo. No tanto de la existencia de personas aisladas a las que se consideraba hechiceros sino de grupos organizados que se reuniesen periódicamente. Asimismo, supo de una joven que en 1608 volvió a Zugarramurdi tras cuatro años al otro lado del Pirineo. Allí escuchó historias de brujas que le impresionaron. Un día contó que había visto a una vecina del pueblo en un aquelarre y, a partir de ahí, empezaron las denuncias y las confesiones.
Es interesante señalar que el origen francés del episodio no es casual porque, en esos años, se vivió en la zona de Labourd (País Vasco francés) una feroz caza de brujas y habitantes de las aldeas del lado sur de los Pirineos acudieron a las ejecuciones en Bayona. Esta locura se desató a instancias del juez Pierre de Lancré y, sólo en 1609, murieron cien personas acusadas de brujería y varios cientos en el siguiente año. Ahí dio comienzo una serie ininterrumpida de procesos, en Francia, que duraría un siglo.
Otro dato de cómo se expandió la ofuscación brujeril es que las autoridades religiosas, al tener las primeras noticias, creyendo que se adelantaban a los acontecimientos, ordenaron a los párrocos predicar contra el peligro de la brujería. Consiguiendo dar más visibilidad, y verosimilitud, a un fenómeno que no la tenía. El mismo Auto de Fe de Logroño fue un acontecimiento que congregó a varios miles de personas que acudieron a ver la ejecución y contribuyeron a su difusión. La propagación fue mucho más intensa, y explica la cantidad de menores de edad implicados, porque también hubo una epidemia, por decirlo así, de sueños o pesadillas recurrentes. Cuanto más calaba la obsesión en los habitantes de las aldeas afectadas, más eran los que soñaban que eran transportados volando a los aquelarres. Incluso la visita del inquisidor Salazar y Frías fue, en un principio, parte del problema porque su misión original era, no lo olvidemos, anunciar medidas de gracia a los arrepentidos y delatores. Lo que ocurrió es que este hombre no dejó de observar la situación y sacar sus propias conclusiones. Tal y como él lo explicó, no hubo brujería ni embrujados hasta que se empezó a hablar de ello. Y desapareció cuando dejaron de hablar del asunto a todas horas.
Ese fue el momento clave que explica la diferencia española en los procesos de brujería. Se tiene constancia de alguno más (incluso a finales del siglo XVIII) se supone que por parte de algún inquisidor reacio a ponerse al día con las novedades de dos siglos antes. Pero, a partir de ese momento, el que interviniera la Inquisición, en uno de estos casos, era un seguro de vida para los implicados. Porque la superstición no desapareció (aún está por aquí, no lo olvidemos) y alentó a turbas enfurecidas que se tomaron la justicia por su mano. Autoridades civiles, con más poder que conocimiento, también participaron a veces.
De lo que no hay duda es que no se realizaron más macro procesos como el de Logroño. Algo que, sin embargo, fue la tónica en otros lugares europeos como Inglaterra, Suecia o los países de habla alemana donde las víctimas mortales, acusadas de brujería, se cuentan por decenas de miles. Lo mismo que en América del Norte donde el caso de las Brujas de Salem ocurrió casi ochenta años después del riojano.