Estaba en Venezuela. Había volado a Caracas desde el Archipiélago de los Roques en el mar Caribe, donde había pasado unos días buceando (sin bombona, solo con gafas y tubo para respirar), viendo el fondo marino de corales y peces con manchas de colores y pescando con caña inocentes salmonetes.
Allí me esperaba un amigo venezolano, de raíces seguntinas, que había conocido en Maracaibo.
Juntos iríamos al “Parque Nacional Canaima” (setecientos kilómetros cuadrados de selva virgen, en la cuenca del rio Orinoco). Dentro del cual se encuentra el “Salto Angel”, la caída libre del rio Churún, desde mil metros de altura, que lo convierte en la más alta de la Tierra.
Nos embarcamos en un avión bimotor de hélices, que nos llevó hasta un pequeño aeródromo dentro del parque.
Nos alojamos en una de las cabañas (propiedad de la administración del parque) que había en la orilla de un caudaloso río El Carrao. Solo estábamos nosotros dos y el personal: guardas y otros empleados que vivían en un pequeño edificio donde íbamos por las mañanas a desayunar y a preparar la excursión del día.
La naturaleza allí se había adornado de plantas y animales, de manera que difícilmente podía ser superada en belleza en otro lugar. Recuerdo la profusión de orquídeas de todos los colores, nacidas de forma espontánea en la pradera, entre helechos y otras plantas; los árboles con flores vistosas, para atraer a los insectos que las fecundaran; las aves de la familia de los loros, tucanes, etc. llamando la atención con sus gritos estridentes. Los “tepuiyes”, las montañas que nos circundaban y que son las mas antiguas de la tierra, originadas en la primera formación del planeta.
El parque consistía, en una gran laguna, en un amplio valle por cuyo centro discurría el gran río. A ambos lados había cañones y gargantas, con otros ríos más pequeños que desembocaban en el cauce del río principal.
Para visitarlo disponíamos de una barca (curiara) construida con un tronco de árbol vaciado y con un pequeño motor fuera borda, que nos impulsaba río arriba y nos permitía conocer los distintos brazos del rio Carrao, poblados de cascadas y grutas en las que nos bañábamos y nadábamos en “hoyas” de agua cristalina a los pies de exuberantes saltos de agua.
El río se despeña desde lo alto de un tepuy (montaña plana por la cima, parecida a nuestras “Tetas de Viana”) en un cortado a pico de mil metros de caída, entre nubes de agua pulverizada, producida por la cascada al estrellarse contra el suelo.
Boquiabierto es como me quedé.
Para conocer El Salto Ángel, había dos posibilidades: la primera iniciar una marcha de cuatro días por la selva, pernoctando en las montañas, y la otra, contratar una pequeña avioneta y a su piloto. Elegimos la segunda
Después de la advertencia sobre lo peligroso que suponía el volar en aquel pequeño cacharro por el estrecho y corto cañón, embarcamos confiando en la maestría del piloto.
Las vistas del valle, desde el aire con sus múltiples ríos, lagunas y saltos de agua era realmente bonita.
Al poco rato enfiló la avioneta hacia la garganta (en cuyo casi final se encontraba el salto) reduciendo la velocidad al mínimo, para poder virar en tan estrecho espacio, con peligro de entrar en depresión y caernos.
Así llegamos a prácticamente rozar con las alas el agua y ver el salto en toda su grandiosidad.
Es interesante comprobar cómo el gobierno venezolano ha concedido pequeños prestamos, sin interés, a los pobres y sin recursos habitantes lugareños, para que en sus pobres casas en el campo reformen alguna habitación y las acomoden para alojar a los turistas, y también para que puedan comprar un pequeño motor “fuera borda” y acoplarlo a sus rudimentarias, pero eficientes barcas (curiaras) y transportar a los turistas por el rio y sus afluentes y lagunas del Parque.