Suelo visitar el Rastro madrileño, ese rompeolas de cosas olvidadas y llevo, desde hace algún tiempo, asistiendo a un triste espectáculo. Montañas de libros, bajo la lluvia o el sol, expuestas para su liquidación, como si los seres humanos hubieran decidido deshacerse de ese amigo milenario. Hay de todo: novelas, ensayos, libros de viaje, de cocina, de investigación científica, de arte. Asombra reconocer ejemplares por los que, en su día, reunimos un dinero que no teníamos para su compra en librerías especializadas y que hoy se saldan por unos pocos euros.
Los libros pesan (algunos mucho) y no caben en esos nichos de veinte metros que los poderes fácticos nos venden como el apartamento ideal, apoyados por el minimalismo descarnado que expulsó de nuestro entorno, ya hace años, los recuerdos, las fotografías, las conexiones con lo que somos y hemos vivido, en definitiva, los recuerdos. Para eso ya está el mundo on-line, tan evanescente como ese dinero que surge de nuestras tarjetas mágicas y que no vemos jamás, pero que existir, existe, o eso nos dicen. Pero hubo tiempos en que se mordían las monedas o se hacían sonar para distinguir la pureza del oro o de la plata. Luego, se convirtieron en papel y luego en apuntes bancarios en soporte digital. Fe es creer lo que no vemos.
Un nuevo paisaje nos circunda, el de seres humanos aislados en una burbuja delimitada por su teléfono móvil. Es frecuente ver jóvenes y no tan jóvenes que, de espaldas uno con otro, se envían mensajes que cruzan el espacio hasta los satélites, vuelven y recorren los cuarenta centímetros que los separan. Si aplicamos la regla de que todo lo que tiene coste económico hay que pagarlo, surge la pregunta espeluznante de cómo, cuanto y a quién, un vacío abisal que dura los segundos exactos en que llega a nuestro cerebro el pensamiento de que puedes estar paranoico, así que mejor dejarlo, y a otra cosa, mariposa.
Que conste que considero la red neuronal internet como uno de los grandes logros de la Humanidad. Es un oráculo al que, si sabes cómo preguntar, puedes acudir en busca de respuestas. Pero, al igual que el oráculo legendario, tiene también su parte oscura, pues no está obligado a darte lo que tú deseas y la respuesta debe ser tomada con precaución.
Para interpretar, para discernir entre esa bola de información que no delimita entre lo verdadero y lo falso, hay que estar formado pues, aunque nuestras verdades son tantas como seres humanos hay, el pasado está cerrado y sucedió de una determinada manera y no la que a nosotros nos gustaría.
Además, como un diablillo retozón en edad aún de aprender, nos visita, desde hace un par de décadas, doña Inteligencia Artificial, capaz de proponer alteraciones indetectables en ese mundo visual que está sustituyendo la letra impresa.
Y en este punto, volvemos a lo de los libros. Tengo unos cinco mil, mayormente de consulta, y ello sin contar con la parte que me correspondió de la biblioteca, especializada en literatura, de mi padre, Benjamín Arbeteta, creador de “Versos a Medianoche” o “Poesía e Imagen”, entre los pocos programas que la televisión estatal dedicó a la poesía española. Semejante número me obliga a tener algunos ejemplares guardados en contenedores y, por ello, confieso que, hace un par de años, me planteé realizar una drástica criba. Seleccioné los más atractivos y modernos para entregarlos a la biblioteca, pero fueron rechazados, ya no se admiten libros en casi ninguna, y no quería ver a mis queridos amigos en esas piras sin fuego, donde el olvido y la desidia los irían devorando poco a poco.
Porque la historia de los libros es la historia de la cultura y de las mentalidades. Por eso son tan peligrosos para los totalitarismos y los populismos, que viven de seleccionar lo que les interesa del pasado y aplicar descargas eléctricas emocionales a las masas.
De hecho, las autocracias y dictaduras siempre la han emprendido con los libros. Lo tradicional es quemarlos en impresionantes hogueras, pero los tiempos pueden cambiar y eso se nota mucho, por lo que, ahora, los datos heréticos o simplemente molestos que encierran deben ser eliminados de formas más sutiles como, por ejemplo, sustituyéndolos por otra realidad hecha a la medida, justificada por razones previamente pactadas y admitidas.
Pongo un ejemplo: cuando intenté expurgar mi biblioteca, pensé en las novelas policiacas, especialmente esos ejemplares sobados, de papel quebradizo y cubierta desvaída, que relatan las hazañas de Perry Mason, Poirot, Miss Marple…en fin, las de toda la vida, hechas para leer a la hora de la siesta en verano o con manta y estufa en esos días nubosos o ventosos del invierno.
Al sacar de la estantería “Diez negritos” de Agatha Christie, alguien me comentó que ese título era racista y que, por eso, se había sustituido en una nueva edición, debiendo retocar también el texto ya que diez figuritas representando niños de esta raza consistían en el eje de la trama. Dejando aparte las tácticas de este nuevo racismo que finge erradicar el racismo clásico, pero lo reinventa, me di cuenta, de golpe, del inmenso valor de ese libro deteriorado que pensaba dejar en plena calle, abandonado junto al contenedor de los cartones. Era, ni más ni menos, una prueba.
Una prueba de que hubo un tiempo en que semejantes chinchorrerías no tenían importancia ni existía cuestión vejatoria alguna. Y que la nueva adaptación era, a la postre, una falsificación de la obra original, ya muerta la autora, pero con su firma, devenida apócrifa. Así, ladrillo a ladrillo, se está construyendo un nuevo mundo y retocando sutilmente el pasado. Devolví el libro a la estantería y pensé que es de una importancia vital el que conservemos los libros, aunque no nos guste lo que en ellos haya escrito, pues son testimonio de las cosas que pasaron y sirven para contrastar las informaciones que se nos puedan ofrecer. Las letras están presas en el papel y no pueden ser cambiadas sin dejar huella. Son toda una garantía.
Vayamos pues, a la modesta pero interesante feria del libro que, en conmemoración del Día del Libro, expone sus novedades este fin de semana en la Plaza Mayor, busquemos ideas, opiniones, recuerdos, obras que otros escribieron hace poco o mucho tiempo y que reflejan otras realidades, pasemos la antorcha de la gran literatura a nuestros hijos y nietos, que les acompañen desde la infancia y seamos dignos herederos de aquellos que, desde hace siglos, se esforzaron por sacarnos de las tinieblas de la ignorancia alfabetizándonos y haciéndonos seres libres, capaces de opinar por sí mismos, capaces de nutrir su memoria y enfrentarse a la batalla de esas religiones que día a día, nos conducen hacia nuevos siglos oscuros y que, esta vez, han tenido buen cuidado de eliminar las bibliotecas y los copistas del viejo saber.
No permitamos que las jóvenes generaciones se queden a merced de lo que quieran contarles aquellos que pagan esta carísima feria de los milagros, o que se queden en blanco si un día caen de golpe las redes sociales o el mundo digital. Los libros garantizan nuestra supervivencia intelectual y nuestra salud mental. Cuidemos los libros, dejémosles acompañarnos. Salvemos los libros.
Sigüenza, 18 de abril de 2024
"Porque la historia de los libros es la historia de la cultura y de las mentalidades. Por eso son tan peligrosos para los totalitarismos y los populismos, que viven de seleccionar lo que les interesa del pasado y aplicar descargas eléctricas emocionales a las masas."
Para enmarcarlo, Letizia. Siempre el dedo en la llaga. Esa realidad sintética, siempre a medida del poder, tan inquietante como en algunos de esos libros, ya clásicos, luego "anticuados", véase Orwell, Huxley, Bradbury, etc., por no decir Arendt, Burke o incluso Sartori ("Homo videns"), etc., que cada vez menos leerán. Magnífico artículo, como siempre.
Burke y su "Discurso a los electores de Bristol" es muy aprovechable aún hoy en día, pero tenía en la cabeza el "Discurso sobre la servidumbre voluntaria" de La Boétie, que es a quien quería citar. Hay tanto útil en la letra escrita, especialmente en la que requiere la lectura paciente, que permée como la lluvia menuda, un procedimiento totalmente contrario a la fugacidad de las pantallas.
No me queda otro remedio que citar a Gabriel Zaid que, tratándose de libros, viene que ni pintado:
"¿Qué importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa después de leer. Si la calle, las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales".
Eso es lo que los apóstoles del totalitarismo (porque es uno con mil disfraces) no pueden consentir.
100% de acuerdo.
Sí, en los libros están contenidas muchas realidades, es una observación muy buena. Pero también los grandes grupos editoriales, los premios, la crítica literaria de los grandes medios promovía y promueve ciertos intereses, y en algunos casos es puro comercio.
Por supuesto que una cosa es leer y otra “juntar las letras”
Lo mismo que una cosa es leer textos diversos y otra leer EL libro (uno y sólo uno), sea el que sea y se trate del que se trate, según la doctrina que lo imponga.
Todos son libros (objeto físico) y se llega hasta ellos libremente o por la imposición que sea. Pero no son las mismas las consecuencias de unos u otros procesos.
Ni sirven para lo mismo.
Magnífico (y oportuno) artículo.
Lo más importante ya estaba escrito antes de las corporaciones editoriales modernas. Al menos eso.
¡Felicidades! Tras lectura y reflexión, no soy capaz de añadir o eliminar una coma. ¡Buen trabajo!