asi no se oía el habitual tráfago de los coches. Salí a la calle y al atronador silencio se unió la lóbrega soledad de sus callejuelas medievales. Me dirigí a la tienda donde solía aprovisionarme de viandas y encontré el cierre echado. Qué extraño, pensé mirando el reloj, ya era tiempo de que la locuaz dependiente estuviera despachando a la clientela. Empecé a elucubrar sobre el motivo de aquella insólita quietud: ¿Un escape radiactivo en la cercana central nuclear? ¿Se había agotado el petróleo? ¿Había caído el gobierno tras alguna azarosa moción de censura? ¿Había sucumbido nuestra selección en el enésimo partido del siglo? Barrunté todo tipo de catástrofes para explicar la tensa calma que se respiraba en el ambiente. Seguí caminando y comprobé que todos los comercios permanecían cerrados. ¿Todos? ¡no! Con alivio constaté que la puerta del chino de la esquina se encontraba entreabierta. Dirigí mis pasos hacia allí e inquirí a su oriental tendero la razón de la parálisis circundante. Mi interlocutor solo acertó a balbucear con su peculiar dicción: “nosotlos no sabel señol, nosotlos siemple ablil”. Salí del establecimiento en ascuas sin haber salido de dudas y torné mis pasos al parque cercano. Me di de bruces con un grupo de activos jubilados que distraía su ocio jugando a la petanca. Pensé que ellos me podrían dar la clave de tan inquietante inactividad. Me dirigí a uno de ellos que acababa de lanzar la bola, con escasa fortuna por cierto. En voz baja me susurró lo que, por el extraño rictus de sus labios, parecía ser un secreto a voces: “hoy es el día de Castilla-La Mancha”.
Ante esta revelación me extrañó no oir los vítores a nuestra carpetovetónica región. Confiado en toparme con las soflamas de algún prócer regional me dirigí al ayuntamiento para que alguien me pusiera al corriente de los pormenores de tan señalada fecha.
Al llegar a la Plaza Mayor comprobé frustrado que su vetusto portalón permanecía cerrado a cal y canto. Las banderas que presidian su fachada, ajadas y llenas de polvo, lejos de tremolar al viento, no parecían presagiar ningún fasto regional. ¿Acaso no era ocasión de celebrar alguna exultante victoria contra los enemigos seculares de la región? ¿No estaba la fiesta dedicada a loar alguna señera conquista que condujera a unos desarrapados indígenas por la senda de la verdadera civilización?
De repente vi a una joven, que por su galana vestimenta me pareció que podía estar al tanto de la fiesta. Se encontraba absorta y ensimismada mirando la pantalla de su reluciente móvil, cuando la abordé. Con un zafio: “¡es que ni puñetera idea!” confesó sin ambages su cruda ignorancia sobre el asunto. Notando mi aspecto desolado, se apiadó de mí y manejando con presteza con un solo dedo su pantalla táctil, me señaló la página de wikipedia mediante la cual pude salir de dudas. Resulta que lo que el 31 de mayo se conmemoraba era el anodino nacimiento de la autonomía, cuya primera celebración fue al parecer en el orwelliano año de 1984.
Entonces entendí la razón del marasmo de una región que ni siquiera contaba con un miserable centro de interpretación, ni podía arrobarse con el canto de algún emotivo himno de exaltación regional. Ni siquiera se atisbaba en el horizonte algún enemigo en la fronteras que pudiera aglutinar el fervor autonómico castellanomanchego.
En seguida pensé que era urgente preparar desde ahora los fastos del XXXV aniversario de la proclamación autonómica, que tendrá lugar en 2019, para poco a poco empezar a imbuir en la población un auténtico sentimiento de pertenencia a la región y una identidad cultural propia que hoy por desgracia está ausente.