Al llegar la denominada transición democrática, de la noche a la mañana, las avenidas del Generalísimo se reconvirtieron en avenidas de su heredero sucesorio, al tiempo que una pléyade de infantas, príncipes y principesas fue sustituyendo al marcial Olimpo del régimen anterior. El país se llenó de centros reinasofías, universidades juancarlosprimeros, auditorios príncipefelipes, hospitales infantaelenas, colegios infantacristinas y otras instituciones con el nombre de los integrantes de la farándula real. Las homilías televisadas de fin de año de ambos jefes del Estado se sucedieron también sin apenas variar ni el formato ni su contenido. El fútbol espectáculo, herramienta esencial de cualquier régimen, no permaneció ajeno a este cambio de fachada y la Copa del Generalísimo se transformó en Copa del Rey cuando el pertinaz caudillo del Pardo cedió los trastos de matar al también pertinaz cazador de elefantes de la Zarzuela.
En cuanto a Adolfo Suárez, el otro pilar del régimen de la Santísima Transición, parece que solo una vez desaparecido es digno de ser ascendido a los altares de la nomenclatura patria. Al tratarse de uno de los artífices del milagro de transmutar a franquistas en demócratas sin que nada en el fondo cambiara, había que reservarle una atalaya de la mayor relevancia. Y que mejor para llevarle a las alturas que concederle el nombre de un aeropuerto como el de Madrid en el que, rara avis, de vez en cuando, aterrizan aviones. Se habla de que el coste de cambiar toda la identidad corporativa y la cartelería rondará el millón de euros, aunque conociendo la creatividad contable de las adjudicaciones de Fomento al final es probable que se triplique la factura, que pagaremos mediante la aplicación por Hacienda de un nuevo lema: “Adolfo somos todos”. Por otro lado los expertos calculan que el cambio de nombre del aeropuerto puede atraer a Madrid a millones de viajeros deseosos de aterrizar en unas pistas con una denominación tan atractiva. Y en último caso, para cuadrar las cuentas, siempre se podrían imponer sanciones a todos los que se empeñen en llamar al aeropuerto con su caduca denominación, alegando desacato a la autoridad y menosprecio a los símbolos de la patria, actitudes tipificadas en la nueva Ley de Seguridad Ciudadana.
Al parecer se barajaban otras alternativas, como cambiar el nombre de Madrid por el de Ciudad Suárez, pero en el último momento su similitud con el de la violenta ciudad mexicana de Ciudad Juárez, lo desaconsejó por las connotaciones negativas que podría suponer para nuestra capital.
Se entiende que el régimen quiera marcar sus señas de identidad pero hay que adaptarse a los tiempos para seguir haciendo negocios, tal y como ya se hizo con éxito en la transición. El camino lo marca el cambio de denominación de la antigua estación de metro de Sol de Madrid, hoy solapada por un operador de telefonía móvil y anteriormente por un fabricante de móviles galácticos. Siguiendo esta vía, una comisión de sabios ha propuesto que el aeropuerto de Barajas pase a denominarse Adolphone Suarestar, algo que sin dejar de honrar la memoria del padre de la transición, le dotaría de un nombre más transnacional y globalizado, al tiempo que proporcionaría unos ingresos adicionales de cara a su próxima privatización.