Paseando por la Fitur, la feria de turismo que se celebra todos los años en Madrid, me propuse hacer un recorrido por nuestros pabellones para ver que es lo que me ofrecían.
Empecé la andadura por Galicia, un lugar donde, entre crustáceos y cefalópodos, me cuchichean que voy por “el buen camino”. Alentado por este reconfortante mensaje inicial me doy de bruces con una de las comunidades autónomas más pequeñas. Allí se proclama que Cantabria “es infinita”. Es posible que ese megalómano lema obedezca a la necesidad de competir con el difícilmente superable “paraíso natural” de que alardea desde hace años su vecina Asturias. Saliendo del dudoso edén bable, me adentro en el País Vasco donde me informan que me encuentro en un “un país habitado por seres mágicos”, se supone que repleto de gnomos, elfos y gentes de apellidos extraños. Temiendo acabar hechizado, recorro el pabellón con desconfianza y enseguida me adentro en Navarra, que se autodefine como “tierra de diversidad”. Deduzco por el lema que por aquellos lares hay de todo un poco, seres mágicos en el norte y seres normales en el sur. A dos pasos está La Rioja que me invita a entrar solo porque “apetece”, supongo que este hedonista reclamo tiene que ver con la degustación de sus afamados caldos. Salgo mareado tras unas catas nada a ciegas y me doy de bruces con Castilla y León que anuncia sin complejos que “es vida”. Menos mal, pienso cuando empezaba a desfallecer bajo el peso de sus folletos de turismo rural, repletos de verde follaje. La otra Castilla, la manchada, se suma a ese impulso vital, eso sí exprimiendo una vez más al triste hidalgo de la ingeniosa figura. Me aseguran que dicha región está “en un lugar de tu vida”. Aturdido por el enigma me dirijo a la parte de Aragón, donde al parecer no hay apenas nada, solo ofrecen “un lugar para perderse”, cosa por cierto cada vez más difícil con tanto GPS inteligente como pulula suelto. Sigo río abajo la corriente del Ebro y me topo con la frontera de Catalunya. A pesar del proceloso proceso soberanista en curso, me invitan a pasar: “es tu casa”, se puede leer. Temiendo que sea un truco y me pidan dinero para entrar, ante lo escuálido de mi bolsillo, me escabullo de allí. Me presento en la Comunidad Valenciana que, como el turrón, opta por la nostalgia. Me sugieren que ya “es hora de volver”. Habrá que dejar de ir a Cancún o a Bali y volver a los apartamentos en primera línea de cemento de toda la vida, sobre todo cuando te tientan con un suculento plato de paella. En Baleares hay “4 islas y 1000 posibilidades” pero de momento solo te ofrecen ensaimadas. Dejo a un lado al austero e insulso “simplemente” que define a la sufrida Extremadura y me introduzco en la antes muerta que sencilla Andalucía. Olvidando el tautológico lema de que “solo hay una”, se decanta en esta ocasión por el autismo y considera que es “tu mejor tú”. Algo me dice que tendré que consultar con mi psicoanalista. A su lado, la región de Murcia, emulando otro antiguo reclamo andaluz, aquel que decía que “te quiere”, da un paso más y asegura que “te hace feliz”. Para tratar de conseguirlo se decanta por el turismo pasivo y lo hace sorteando sofás. En Canarias parece que también hay vida pero quizá de mayor categoría, por lo visto allí se puede gozar de una mejor “latitud de vida”. Por fin aterrizo en Madrid, un sitio donde hay “lugares únicos para eventos diferentes”, frase que no se sabe muy bien lo que quiere decir pero que suena muy moderna. Sobre todo si se la asocia a su castizo video promocional, a caballo entre anuncio de hamburguesería y Disneylandia, titulado Let’s go Madrid, en línea con el olímpico relaxing cup of tea in Plaza Mayor de aquella frustrada ex alcaldesa políglota.
