Desde hace tiempo veía que mis relaciones con ella no funcionaban, sospechaba que derrochaba a mis espaldas y que, a resultas de ello, mi magro patrimonio, poco a poco, iba disminuyendo.
También había observado con preocupación cómo en los últimos tiempos alternaba, cada vez con más descaro, con políticos y famosos. Intenté sincerarme con ella y arreglar nuestros problemas de convivencia pero se negaba a hablar conmigo y me remitía a conocidos suyos que, con acentos variopintos, trataban de convencerme de que mis sospechas eran solo fruto de la imaginación.
Me mareaban remitiéndome unos a otros y me respondían con evasivas. Cuando un día la amenacé con separarme, me recordó que yo había jurado que nuestra relación no sería esporádica y que estaría asentada en el tiempo.
Esperé un tiempo prudencial, pero al constatar de que no había por parte de ella ningún propósito de enmienda, decidí iniciar los primeros trámites de separación. Ante mi firme actitud, su postura empezó a cambiar. Empecé a recibir llamadas a horas intempestivas en las que sus amigos me rogaban que la perdonase, llegando a sufrir un verdadero acoso telefónico.
Me ofrecían una nueva relación mucho más ventajosa para mí, me aseguraban que ella se comprometía a un límite mensual a su despilfarro. Al presentar por fin una demanda de divorcio recibí una nueva llamada, era su último intento por retenerme. Con voz seductora, me dijo que me seguía queriendo y me anunció un regalo que suponía yo no podría rechazar: me proponía tener en común una criatura inteligente de última generación que vendría al mundo con todas las prestaciones posibles. Rehusé sus intentos de comprarme y tuve que explicar los verdaderos motivos de mi separación.
Había soportado con paciencia su infidelidad con un bronceado político al que le urgía hacerse rico con el erario público, luego la había tenido que compartir con un lucrativo pariente del mayor cazador de elefantes del reino. Pero lo que ya no podía admitir es que al final se hubiera liado en público con un conocido bankero cuya entidad me había llevado a la ruina. Anuncié que la abandonaba definitivamente, que me iba porque había encontrado otra compañía más atractiva que no exigía, ni permanencia en nuestra relación ni una cuota mensual de gasto para sufragar sus caprichos y los de sus posibles amantes.