La llegada de los veraneantes, especie que muchos pensaban en proceso de extinción pero que sigue apareciendo cada año por los pueblos cuando llegan los sofocantes calores del estío, siempre viene acompañada de frases rituales de bienvenida que se pueden resumir en dos preguntas fundamentales. En ellas se plasma la sociabilidad más primaria del que vive durante todo el año en el pueblo. La primera es: “¿Cuándo has venido?” y la segunda: “¿Cuándo te vas?” aunque esta última puede ser sustituida por otra similar para que no resulte tan brusca la transición entre el saludo y el adiós: “¿Hasta cuándo te quedas?”. (A pronunciar con el peculiar deje del lugar).
Uno de los temas recurrentes en estos intercambios lingüísticos entre veraneantes y lugareños es la familia; los chicos, transcurrido un año, siempre “están muy crecidos”, las personas mayores suelen andar inevitablemente “cada día con más achaques”. En cuanto a los jóvenes, de un tiempo a esta parte, “o no hacen nada” o “han salido fuera a buscarse la vida”.
El tema de las variaciones del tiempo atmosférico es intemporal y da mucho juego. Uno de los temas de conversación suele ser la diferencia de temperatura entre la ciudad y el pueblo. El diálogo, con pocas variaciones, suele transcurrir de esta manera:
– Madrid (ciudad que se puede trocar por Guadalajara o Zaragoza) es un horno (los más extremistas suelen añadir la palabra “crematorio” a esta frase). Allí no hay quién descanse, en cambio aquí da gusto, ¡Se puede dormir a pierna suelta!
– Sí, aquí dormimos con una mantita. Por lo menos hemos sobrevivido al invierno ¡que ya es algo!
A este diálogo suele seguir un extravagante elogio de la monótona vida del pueblo por parte del urbanícola al que suele corresponder el indígena con un igualmente inexplicable anhelo por el estrépito y el humo de la gran ciudad.
La situación económica es otro de los temas recurrentes, sobre todo desde que la crisis hizo acto de presencia para quedarse, a pesar de quiméricos brotes verdes que solo crecen en los bolsillos de los gobernantes de turno.
Son muchos los que, tras años de veraneos en Cancún o en Bali con el objetivo inconfesable de torturar a parientes y amigos con interminables sesiones fotográficas sobre agotadoras subidas a ruinas mayas o sofocantes chapoteos en atestadas playas de moda, vuelven a recalar o a permanecer todo el año en el pueblo. “No hay perras” o “no hay un duro” son las expresiones coloquiales que definen la situación, haciendo abstracción del cambio de moneda y del paso de los reales a la peseta y de esta, al euro. Aunque, al ser de mal gusto mostrar la propia penuria siempre hay que hacer de tripas corazón e indicar que “vamos tirando”. A esta expresión se le suele añadir casi siempre la apostilla “que no es poco”. El interlocutor, comprensivo, suele responder inevitablemente como colofón al intercambio lingüístico la expresión quizá más tópica pero también más representativa de la época que nos ha tocado vivir: “con la que está cayendo” a la que puede seguir la sangrienta metáfora de que, tal y como están las cosas, no hay más remedio que “darse con un canto en los dientes”.