Conociendo la esforzada tarea de digerir la prosa de nuestro tullido de Lepanto en nuestra belenestebanizada sociedad y aprovechando la conmemoración del IV Centenario de la segunda parte del Quijote, hemos elaborado una sinopsis de esta magna obra conservando el sabor añejo de la lengua y adaptando su contenido a los tiempos actuales para que pueda ser degustada por el pueblo llano.
Había una vez en un secarral castellano-manchego cuyo topónimo me resisto a mentar, un tipo frisando la cincuentena que, tras sufrir un expediente de regulación de empleo, llevaba mucho tiempo ejerciendo de parado de larga duración. Le llamaban el Quijo por sus extravagancias tanto en la vestimenta como en su conducta. El susodicho dedicaba su dilatado tiempo de ocio a la improductiva labor de leer novelas históricas y lo hacía con tanto afán que su desajustado caletre acabó por no distinguir ya la realidad de la ficción. Un buen día, harto de su sedentaria vida, resolvió quemar su biblioteca en un desértico polígono industrial de la comarca, hacerse emprendedor y labrarse un futuro practicando la movilidad laboral fuera del terruño. Para este trajín se hizo acompañar del Sancho, un destripaterrones de escasas luces que mataba su tiempo chateando indolentemente con las mozas de la localidad.
A nuestros amigos les van acaeciendo los más extraños enredos. Una noche, después de trasegar varias garrafas de un turbio manchego peleón, se vieron rodeados de cientos de molinos de viento a los que tomaron por gigantes debido al sordo ruido de sus aspas y a sus luces intermitentes, provocándoles todo tipo de infernales pesadillas.
En cierta ocasión se dieron de bruces con un grupo de guardias que conducía una cuerda de presos. El Quijo, imbuido de un espíritu emancipador digno de mejor causa, decidió liberarlos con tan mala fortuna que, tras ahuyentar con su encendido verbo a varios números del benemérito cuerpo, fueron los mismos cautivos los que le propinaron una somanta de palos. Explicaron al confundido redentor que, no teniendo donde caerse muertos por la crisis, habían elegido la prisión como único medio capaz de proporcionarles su cotidiano condumio.
En otra malhadada aventura nuestro manchego universal tuvo a bien batirse en esforzado duelo con un vascongado que se cruzó en su camino al que recriminó el no hablar en cristiano y para colmo, negarse a pedir perdón por ello.
Cansados de deambular por los polvorientos caminos, nuestros héroes se encaminan a un puticlub de carretera al que toman por un parador de turismo, allí el Quijo se prenda de una meretriz a la que se empeña, en contra de la voluntad de chulos y clientes, en santificarla y conducirla a los altares.
Ante los cada vez frecuentes desvaríos de su amigo, el Sancho decide que una vida tan achuchada como la que llevaba solo le podía proporcionar desdichas por lo que proyecta hacerse rentista. Para ello, tras andar en tratos con el concejal de urbanismo de un municipio cercano, se hace con una parcela rústica recientemente recalificada y decide construir allí un garito de juegos de azar enfocado a viajantes con posibles. No habiendo calculado bien la jugada, al cabo del tiempo, se ve desplumado y sin blanca. Para paliar su mala fortuna se dirige a un monte de piedad sin advertir que se había convertido en una guarida bancaria. Allí pide ayuda de la obra social de la filantrópica institución pero, en un abrir y cerrar de ojos, le venden todo tipo de acciones y participaciones preferentes a cambio, eso sí, de una singular batería de cocina. Como resultado de estas malas artes pierde su ínsula y se endeuda de tal modo que tiene que abandonar de una vez por todas sus quiméricas pretensiones.
El Quijo y el Sancho, ya célebres en todo el país por sus infaustas desventuras, recalan por fin exhaustos a Barcelona. Tras visitar la Sagrada Familia rodeados de una multitud de turistas que no cejan en pedirles autógrafos se dirigen a una playa cercana donde son oportunamente desvalijados.
Vuelven derrotados a la cuna manchega de donde partieron y allí, tras recibir una multa por atentado a la autoridad y ante la amenaza de acabar sus días en galeras, el Quijo enferma de melancolía. Permanece seis meses inscrito en una lista de espera y sin esperanzas ya de que le alcanzara la prometida recuperación, expira.
Pasa a la posteridad y su imagen se convierte en los siglos venideros en un logotipo con el que patrocinar y poner en valor todo tipo de eventos conmemorativos del tinglado castellano-manchego.